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44 11. - LAS TRES VIRTUDES TEOLOGALES eterno el gozo, y es precisamente a esta imperecedera bienaventu– ranza a la cual el hombre debe elevarse con la esperanza. - «¡Cuánto es amable la eternidad del cielo, y cuán miserables los momentos de la tierra! Aspira continuamente a la primera y desprecia audazmente la comodidad y los momentos de esta mortalidad» (28-12-1917, III, 701). - «Esta vida es breve, el premio de lo que se hace en el ejercicio de la cruz es eterno» (5-11-1917, m, 926). - «A los hijos de Dios debe importarles poco el vivir estos brevísimos momen– tos que pasan, a condición de vivir eternamente en la gloria con Dios. Hija, piensa estás ya en camino hacia la eternidad; tú ya te has puesto en pie con que sea para tu felicidad, ¿qué importa que estos momentos transi- torios sean desventurados?» ( 11-11-l 917, !Il, 826). - «¡Oh! qué pesada para los hijos de Dios esta vida mortal, pero la vida del más allá, y que la misericordia del Señor se complace en ofrecernos, ¡ cuán deseable es, oh Dios! Ciertamente no debemos desconfiar de entrar un día en posesión de esa vida del más allá, aun cuando seamos tan miserables, y si no lo somos más, ello es debido a que Dios es misericordioso con aquéllos que en él han puesto su esperanza» (8-3- l 918, !II, 578). e. - Objeto Frente a las alegres y bien motivadas perspectivas de la espera,1- za, el alma no retrocede en el camino emprendido; no teme; nada le turba. Todo lo contrario, con renovado esfuerzo vuela cada vez más alto hacia el objeto deseado y amado. El P. Pío emplea toda una gama de vocablos para indicar este objeto y sugerir todos los aspec– tos aptos para comprenderlos mejor: la recompensa eterna, la coro– na de la gloria, la Jerusalén celeste, la posesión y la visión de Dios, el paraíso, etc. «Para animarnos a sufrir de buena gana las tribulaciones que la divina dad nos envía, fijemos nuestra mirada en la patria celestial que nos está reser– vada, contemplémosla con especial atención. Por otra parte apartemos la vista de aquellos bienes terrenos que distraen el alma y adulteran nuestros corazo– nes: ellos hacen que nuestra mirada no esté del todo allá en la patria celestial (...). Fijemos siempre de manera constante nuestra mirada en los esplendores de la Jerusalén celestial» (I0-I0-1914, ll, 189 s). que sentía el santo Apóstol no es quizás todavía el deseo de las almas
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