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3. - EL YELMO DE LA ESPERANZA 37 El P. Pío, sabio y experto director de espíritu, conoce a fondo la necesidad de esta virtud teologal y su sorprendente valor psicológi– co. No ignora ni minusvalora los obstáculos que se interponen en el ejercicio de esta virtud en orden a conseguir su fin primario; esto no obstante, él contempla toda la problemática desde la óptica sobre– natural en una visión de fe; y desde este ángulo visual de la esperan– za fundada y anclada en la fe desarrolla seguro su magisterio de director espiritual. La doctrina de la esperanza ocupa un puesto de primer plano en su magisterio: El estado particular de muchas almas a él confiadas le obligaban a detenerse en todos los aspectos del tema. Y se puede afirmar que de alguna manera en el epistolario se tratan todos los puntos importantes y esenciales de la teología de la esperanza: sus fundamentos y su contenido, las motivaciones y los objetos. De hecho, como se verá, toda la temática de la virtud teologal de la esperanza aparece ilustrada en las cartas de la dirección espiritual. Desde luego no siempre es fácil, y a las veces ni siquiera posible, agrupar bajo un común denominador el pensamiento que insinúan los textos; pero del conjunto, aunque con alguna repetición, se des– cubren su doctrina y sus orientaciones. b. - Abrir el corazón a la esperanza El alma comprometida seriamente en el seguimiento de Cristo, para llegar a la perfección cristiana debe recorrer el arduo camino con un corazón abierto y generoso siempre en tensión hacia el único fin, que un día podrá satisfacer en plenitud todas las legítimas aspira– ciones. Por ello el P. Pío aconseja, propone, inculca, sin jamás can– sarse, la esperanza que hace confiar en Dios y desconfiar de uno mismo. Cada uno debe persuadirse de que esta virtud infusa es insepara– ble de la vida del bautizado. «Sí, el cristiano en el bautismo resucita en Jesús, es elevado a una vida sobrenatural. adquiere la bella esperanza de sentarse un día glorioso en el tro– no celestial. ¡ Qué dignidad! Su vocación requiere una aspiración continua a la patria de los bienaventurados, considerándose como peregrino en esta tierra de exilio; la vocación de cristiano, digo, exige que no se ponga el corazón en las cosas de este bajo mundo; todo el cuidado, todo deseo del buen cristiano, que vive según su vocación, debe dirigirse a procurarse los bienes eternos:
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