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3 V I D A D E O R A C I ÓN El P. Pío ocupará un puesto de primaria importancia en la galería de los «grandes orantes» de la espiritualidad cristiana. Su figura estupenda junto a la de S. Francisco de Asís, el cual «oraba sin interrupción; con ardiente anhelo buscaba a su Amado, de quien solamente le separaba el muro de la carne; lo mismo en casa que fuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo» (S. Buena– ventura, Leyenda M., c. 1 O, n. 1). No fue otra la actitud habitual del P. Pío. Se sabe que su jornada terrena era un coloquio ininterrumpido con Dios: oraba mucho y bien, según el modelo del gran Orante Cristo Jesús. La irresistible atracción de su persona y la irradiación arrolladora de su actividad sacerdotal en el confesonario, en las conversaciones y en los escri– tos, no serían comprensibles al margen del contacto íntimo vital con el Padre que está en los cielos. Subrayar que el P. Pío fue el «hombre de oración» no es una pia– dosa exageración afectiva ni mucho menos un tópico literario. Así fue la voz unívoca de los hechos, de los documentos y de la expe– riencia de cuantos le conocieron y trataron más de cerca, A él se le puede aplicar también la definición que de S. Francisco dio su pri– mer biógrafo: «Había llegado a ser un ciudadano del cielo... no sólo un orante, más bien era la misma oración personificada» (Tomás de Celano, V. 11, n. 95). De hecho la vida de oración fue el centro de gravedad de su apostolado y la clave de bóveda de su edificio espiri– tual.

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