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El pobre hombre, roto y andrajoso por el pecado, adi– vina que el Padre le· espera con los brazos abiertos, y, escu– chando la llamada del corazón, rompe con su vida vergon– zante y se encamina hacia la casa paterna. El Padre curará su corazón herido y hará una fiesta por haber recuperado al hijo perdido, porque el hijo, muerto a la gracia, ha resuci– tado a la vida en gracia. El reencuentro «transforma» por fuera y por dentro al pecador arrepentido: «La conversión es fundamentalmente un alejarse del pecado y un dirigirse, un retornar al Dios viviente, al Dios de la Alianza. 'Venid y volvamos a Yahveh; El des– garró, El nos curará; El hirió, El nos vendará» (Os 6,1); es la invitación del profeta Oseas, que insiste sobre el ca– rácter interior de la auténtica conversión, que siempre debe estar inspirada y animada por el amor y por el co– nocimiento de Dios. Y el profeta Jeremías, el gran maes– tro de la religiosidad interior, anuncia de parte de Dios una extraordinaria transformación espiritual de los miem– bros del pueblo elegido: 'Les daré un corazón capaz de conocerme, de saber que soy Yahveh; y ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios, pues se convertirán a mí de todo corazón' (Jer 24,7)» 10 • En la base de toda decisión de retorno se dan cita la gra– cia de Dios, que está a la puerta y llama con fuertes aldabo– nazos o hace un gesto expresivo con sus ojos de Padre eterno, y el hombre, que siente una necesidad urgente de misericordia y perdón. El hombre tiene que «ponerse en forma» mediante la ejercitación de la humildad y de la con– fianza para «sintonizar» con Dios, siempre y en todo: «Pues bien, ¿quién de nosotros puede decir en su co– razón que no tiene necesidad de esa misericordia, que está en total sintonía con Dios, de forma que no necesita de El ninguna intervención purificadora? ¿Quién no tiene algo de que hacerse perdonar por El y por su paternal magnanimidad? O, dicho en términos evangélicos, ¿quién de nosotros podría arrojar la primera piedra (Jn 8,7) sin mancharse de presunción o de irresponsabilidad? Sólo Je– sucristo habría podido hacerlo, pero renunció a ello con un incomparable gesto de perdón, es decir, de amor, que revela a un tiempo una ilimitada generosidad y una cons- 10 La conversión interior. En Roma, p.87. 93

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