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Por una gracia especial, hemos creído en el Amor, y Cristo es la persona que nos brinda el más bello y delicado amor y quiere ser correspondido por sus llamados. El sacer– dote tiene que estar poseído por la presencia viva, por el re– cuerdo constante, por el amor exigente de Cristo. Tiene que sentir pena de dejarlo, aunque sea para ir a otro sitio por aunque sea en su nombre y por su causa. Existe el peligro de sumergirse de tal modo en el trabajo del Señor, que se olvide al Señor del trabajo. Porque la ex– cesiva actividad puede degenerar en activismo incontrolado, sin dedicar el debido tiempo a la «concentración», a la vida interior y a la oración. Y este peligro es «constante» hasta para los sacerdotes «celosos». Lo afirma el papa Juan Pa– blo II, y tenemos que reconocer que es así por experiencia personal. Después de etapas de excepcional dinamismo pas– toral, el sacerdote busca el retiro y la «concentración» decla– rando humildemente: «vengo porque lo necesito». Conviene recordar los principios fundamentales: Sin Cristo no somos nada. Sin Cristo no podemos nada. La transformación es tan radical que significa un «tras– vase» de los sentimientos, de la inteligencia y de la voluntad de Cristo a su sacerdote. El sacerdote «se reviste» de Cristo, no como un traje de cobertura exterior, sino desde dentro. Asimila vitalmente todos los rasgos de la personalidad de Cristo. El sacerdote se identifica con Cristo. Se trata «de una real e íntima transformación por la que pasó vuestro organismo sobrenatural gracias a una 'señal' di– vina, el 'carácter', que os habilita para obrar in persona Christi (haciendo las veces de Cristo), y por eso os cali– fica en relación a El como instrumentos vivos de su ac– ción» 6 • El sacerdote se dedica con ilusión y apasionamiento a «configurarse» con Cristo, «metiéndose en su piel» en un doblaje perfecto, haciéndose sentimiento, conciencia, pensa– miento y vida de Cristo. Su vivir es Cristo. Reflexiona con toda razón Juan Pablo II: 6 En el estadio de Maracaná p.254. 69

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