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La n11s10n de María es «mostrarnos a Jesús, fruto ben– dito de su vientre». Y es lo que hace a través de sus imá– genes: mostrarnos al Niño Jesús que tiene en sus brazos y al Crucificado que sostiene en su regazo o en sus manos. Como es lógico, esta representación que la imaginería ha elevado a cotas de impresionante belleza, no es más que la plástica de una realidad misteriosa: María nos descubre a Jesús, su perdón, su amistad, su misericordia cuando «vuelve a nosotros esos sus ojos misericordiosos». María está siempre atenta. Nada escapa a sus ojos mise– ricordiosos: sabe, porque lo ve o se lo dice su gran corazón, que «falta el vino» en las bodas, que nuestro Señor está ,,muy ofendido», que los discípulos han huido a la desban– dada llenos de temor y cobardía, que sus hijos «duermen» mientras el Maestro lucha en la hora del mal y las tinieblas, que los hombres rezan poco ... Todo lo ve el corazón de la Madre. Por eso nos suplica: «Haced lo que El os diga». La devoción a María es una situación de entera disponi– bilidad para renovar a cada instante la firme decisión de aceptar lo que Dios quiera y cumplir con entera fidelidad todo lo que el Señor diga. Exactamente, lo que María hizo con absoluta fidelidad. Y hemos llegado a otro momento «fuerte» de la verda– dera devoción a la Virgen: la «imitación». El devoto de la Virgen tiende por una ley de mimetismo psicológico a ser como Ella, a parecerse a Ella, a copiar sus gestos hasta en el último detalle característico, a imitar sus expresiones, a tener «la misma cara» de la Madre. Y este parecido, este «aire de familia» no es posible en la vida espiritual más que por la imitación perfecta, dentro de las humanas limita– ciones, del «modelo» que protagoniza la Virgen María. La Virgen es «modelo», «ejemplar», «espejo». Es el «molde» que va a dar forma a la personalidad del cristiano a tono con el modo de ser y el modo de vivir de María. Es el «modelo» a quien debe ajustar el devoto toda su existencia en las directrices y en la escuela de la Madre, con todas las exigencias de la consagración. Es el «espejo» en que ha de mirarse el creyente para verse con total since– ridad, para purificarse de toda culpa que empañe o desdi– buje la transparencia del original, para revestirse de las vir– tudes características de la fisonomía de la Señora. 235
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