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La Eucaristía es, pues, el centro divino y humano del misterio redentor. Todo el orbe espiritual cristiano gira en torno al «Corpus» de Cristo. La Eucaristía es la fuente de la vitalidad, de la plena juventud, de la absoluta seguridad, de la floración de santidad dentro de la Iglesia. Es la forma de predicar el Evangelio en todo su contenido, en su prístina pureza. en su eficacia redentora. Es la cumbre, asimismo, de la vida sacramental de la Iglesia. Es su fuerza, su inspira– ción, su alimento, su esfuerzo v su ternura. La celebración de la misa y la recepción de la 'comunión están en la base y en la cima de la santidad cristiana. No hay mejor maridaje posible entre palabra y signo, evangelización y sacramentali– zación, conversión y vida santa. Como dice muy bien Juan Pablo II, la Eucaristía se con– vierte en «programa de vida». ¿No hemos dicho que la iden– tidad sacerdotal consiste en tomar en serio, con radicalismo evangélico --con coraje, con entusiasmo y con apasiona– miento-- la total transformación en Cristo? ¿No hemos afir– mado que la santidad cristiana -propósito y meta de toda pastoral- es la imitación de Cristo hasta ser su «doble,,? Pues, ¡atentos!: «Recibir la Eucaristía significa transformarse en Cristo, permanecer en El, vivir para El. El cristiano, en el fondo, debe tener una sola preocupación: vivir para Cristo, tra– tando de imitarlo en la obediencia suprema al Padre, en la aceptación de la vida y de la historia, en la total dedicación a la caridad, en la bondad comprensiva y, sin embargo, 11 . ~ austera» . La Eucaristía es el mejor «ejercicio de perfección y de virtudes cristianas». Sólo la Eucaristía nos capacita para el heroísmo de la santidad, que consiste en la práctica de vir– tudes que superan intrínsecamente las fuerzas del hombre natural: la caridad hasta el perdón de los enemigos, hasta el amor a quien nos hace sufrir, hasta el don de la propia vida por el prójimo; la castidad de ojos limpios y corazón alegre y sin fronteras; la fe que es sorpresa y aceptación gozosa de los planes de Dios, porque ve el mundo y la historia perso– nal con los ojos de Dios; la paciencia, especialmente en el dolor y cuando se está desconcertado por el silencio de 11 El sublime misterio eucarístico (19iVIII/1979). 194
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