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El anuncio del Evangelio debe ser una confesión de Cristo con un estilo diáfano que descarte toda ambigüedad: Cristo es el Hijo de Dios vivo. Y esta fe debe predicarla «a todos los hombres, sin distinción alguna de nación, cultura, raza, tiempo, edad o condición». Toda la problemática doc– trinal y pastoral, todos los contenidos del dogma y la moral, todos los enfoques, todos los sistemas, todas las iniciativas tienen que partir de esta verdad y de este hecho que trans– forman el rostro de la historia y del hombre: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Jesucristo es el eje central y el contenido esencial de toda evangelización. De esta convicción «profunda, sentida, vívida» nace la proclamación del Evangelio a toda criatura con el pregón renovador de que Cristo es Dios, el Hijo de Dios vivo. Por ello, «cualquier silencio, olvido, mutilación o inadecuada acen– tuación de la integridad del misterio de Jesucristo que se aparte de la fe de la I~lesia no puede ser contenido vá– lido de evangelización» · . No se puede silenciar la divinidad de Cristo. No se puede incurrir de hecho en formas de interpretación reñidas con la fe de la Iglesia. Cristo no es solamente un profeta, un anunciador del Reino y del amor de Dios. Cristo es Dios. Y porque es verdadero Dios -y solamente por esa ra– zón fundamental- suscita en nosotros no sólo la admiración y el asombro, sino lo que es definitivo: suscita el segui– miento y el compromiso de dedicarle toda la vida. Hay que presentar a Cristo tal como es, como el Hijo de Dios vivo y como hijo de la Virgen María por el misterio de la Encarna– ción. Sólo Cristo puede «cautivar los pensamientos» y arras– trar los corazones. Sólo Cristo puede convertir, santificar y salvar. Los frutos de esta evangelización son inmensos, no sólo en el plano personal, sino en la transformación «social» del mundo entero. Juan Pablo U saca conclusiones estreme– cedoras y esperanzadoras: 3 En Puebla. 139
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