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sión exige almas de temple, inaccesibles al desaliento y a la fa– tiga. Es una idea que lleva Juan Pablo II «muy en el cora– zón». Lo ha dicho en Roma: «Debemos dar v ofrecer a los hombres de nuestro tiempo, a nuestros fieles, al pueblo de Roma, este testi– monio con toda nuestra existencia humana, con todo nuestro ser. El testimonio sacerdotal, el tuyo, queridísimo sacer– dote, y el mío, comprometen a toda nuestra persona» 11 • Lo ha dicho en Santo Domingo: «Pensemos frecuentemente que Dios no nos pide al llamarnos parte de nuestra persona, sino toda nuestra persona y energías vitales, para anunciar a los hombres la alegría y la gaz de la nueva vida en Cristo y guiarlos a su encuentro» 4 • Lo ha dicho en Notre Dame: «Hemos sido tomados de entre los hombres, y se– guimos siendo los mismos, como pobres servidores, pero nuestra misión de sacerdotes del Nuevo Testamento es sublime e indispensable: es la misión de Cristo, el único Mediador y Santificador, hasta tal punto que exige una consagración total de nuestra vida y de nuestro ser» 13 • Lo ha dicho, con especial intensidad, en Maracaná: «El carácter sagrado le afecta de modo tan profundo que orienta integralmente todo su ser y su obrar hacia un destino sacerdotal. De modo que no queda en él ya nada de lo que pueda disponer como si no fuese sacerdote, y, menos todavía, como si estuviese en contraste con tal dignidad» 14 . Y lo ha dicho, de un modo bellísimo y definitivo, en Es– paña. Renunciando con pena a seguirle por el mundo, trans– cribimos el texto de Valencia: 11 Discurso al clero de Roma (9/XI/1978). 12 Homilía al clero, religiosos y seminaristas en la catedral de Santo Domingo (26/I/1979). 13 Al clero francés, en Notre Dame, de París (30/V/1980). 14 En Maracaná (2/VII/1980). 128

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