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amor en la vida; el corazón v las facultades del sacerdote quedan impregnados con el, amor de Cristo para ser en medio de los hermanos el testigo de una caridad pastoral sin fronteras». Nada pues, de extraño que la Iglesia quiera con- servar el «tesoro» del celibato en su doctrina y en sus normas. Y esto no porque minusvalore el matrimonio y la vocación familiar, que es la primera en defender como algo sagrado, como un «misterio grande», que refiere San Pablo a Cristo y a la Iglesia. No por un desprecio maniqueo por el cuerpo humano y sus funciones. Sino porque el celibato es un valor de capital importancia. Sencillamente, porque es una característica propia de la fisonomía de la Iglesia latina, a la que ésta debe mucho y en la que está decidida a perse– verar, - a pesar de todas las dificultades, a las que una tal fi– delidad podría estar expuesta, a pesar también de los síntomas diversos de debilidad y crisis de determinados sacerdotes. Todos somos conscientes de que llevamos este tesoro «en vasos de barro»; no obstante, sabemos muy bien que es precisamente un «tesoro». La reflexión de Juan Pablo H nos presenta el problema de un modo aún más maduro y motiva todavía más profun– damente el sentido de la decisión de la Iglesja latina, «asu– mida desde hace siglos y a la que ha tratado de permanecer fiel, queriendo también en el futuro mantener esta fideli– dad». De este modo, nuestro sacerdocio -vinculado estrecha– mente al celibato en la tradición de nuestra Iglesia- debe ser límpido y expresivo. 118
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