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primera misa. Quería centrarse con todo su ser para hacer santamente las cosas santas, recordando con el poeta que «el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas». El Maestro está aquí y te llama Hay que acudir, con prontitud y con gozo, para ponerse en sus manos con entera disponibilidad: a ver qué quiere, a ver qué trabajo nos encomienda, a ver qué proyectos tiene para su sacerdote, simplemente, a pasar un rato juntos, como se lleva entre amigos. Cristo en la Eucaristía es el gran pedagogo del amor. Nos explica su «mandamiento nuevo» con palabras, con gestos, con hechos de vida. Cristo nos lo ha dado todo: su tiempo, su palabra, su doctrina, su compañía, su compren– sión, su perdón, sus fatigas, sus lágrimas, su divino ejemplo. Pero nos enseña, ante todo, que amar es darse a sí mismo. Por eso, en la Eucaristía llega a la suprema exquisitez en amor, que es darse a sí mismo: «me amó y se entregó a la muerte por mí». Lo expresa bellamente Juan Pablo II: «Cada vez que participamos en ella (en la Eucaristía) de manera consciente, se abre en nuestra alma una di– mensión real de aquel amor inescrutable que encierra en sí todo lo que Dios ha hecho por nosotros los hombres y que hace continuamente, según las palabras de Cristo: 'Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo tam– bién'. Junto con ese don inefable y gratuito, que es la ca– ridad revelada hasta el extremo en el sacrificio salvífico del Hijo de Dios --del que la Eucaristía es señal indele– ble-, nace en nosotros una viva respuesta de amor. No sólo conocemos el amor, sino que nosotros mismos co– menzamos a amar. Entramos, por así decirlo, en la vía del amor y progresamos en este camino. El amor que nace en nosotros de la Eucaristía se desarrolla gracias a ella, se profundiza, se refuerza. El culto eucarístico es, pues, precisamente expresión de este amor, que es la característica auténtica y más profunda de la vocación cristiana. Este culto brota del 111

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