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Y le obligas a que se quede en tu casa --en el corazón del sacerdote hay siempre un sitial de honor- para que te explique las Sagradas Escrituras, mientras tu corazón arde como una llamarada. Para que te enseñe a bendecir y a par– tir el pan como sólo El sabe hacerlo con la palabra encen– dida, las manos divinizadas y el gesto transfigurado, de modo que desaparezcas tú para que el Pueblo de Dios vea a través de ti a su Señor. El Maestro está aquí y te llama Y el sacerdote acude prontamente a visitar al Señor sa– cramentado y se pasa largas horas ante Jesús... - escuchando sus palabras de vida eterna, - respondiendo con generosidad y gratitud a cada llamada interior, - ofreciéndose con Cristo para consumir su vida como se consume la lámpara ante el sagrario: si– lenciosamente, amorosamente, eficazmente. Sien– do luz para iluminar, sal para preservar y hacer sabrosa la vida cristiana, fuego para calentar los corazones, pregonero y testigo para proclamar el Evangelio de palabra y con el testimonio perso– nal de vida, - pidiendo luz y fortaleza para tomar decisiones que complican toda su vida y lo asocian al mis– terio de la cruz salvadora, - renovando sus compromisos de fidelidad y de santidad, expiando sus pecados y los pecados de sus her– manos, - estando, simplemente. La conciencia viva de esta «llamada,, del Maestro se con– vierte en una exigencia de constante renovación interior. Decía un sacerdote santo: «Señor, que jamás me 'acos– tumbre' a decir la misa y a recibirte en la comunión». Bien sabía el celoso sacerdote que la costumbre puede engendrar la rutina, el cansancio, la tibieza o el aburri– miento. Por eso oraba a Dios para no «acostumbrarse» a decir la misa y a comulgar, para celebrar la Eucaristía con la ilusión, el divino temblor, la novedad y la veneración de la 110
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