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P. CALASANZ Es una tragedia total, una pérdida infinita. El pecador se ha obstinado en su culpa y queda apartado de Dios. Es una lejanía insufrible porque Dios es su raíz ontológica, su plena razón de ser. Todo su ser de criatura grita implacablemente a Dios por su religación natura]. El alma inmortal comprende que su única razón de existir es Dios. Se siente atraído y fascinado a Dios como centro natural. Y, al mismo tiempo, experimenta un recha– zo visceral por Dios. Este rechazo descoyunta al pecador y seca sus venas de terror y espanto. El condenado siente una aversión brutal por Dios. Es un odio satánico que lo despedaza y lo destruye por dentro. El con– denado experimenta la necesidad absoluta y el rechazo absoluto de Dios. Es una situación terrorífica que durará eternamente porque el pecador se ha obstinado en su odio a Dios. La ruptura con Dios es abismal, tormentosa, sin posibilidad de reconci– liación. El Juez es Cristo, que vino al mundo para redimir y salvar. Es el Hijo de Dios vivo, amigo de publicanos y pecadores. No juzga por resentimiento ni por rencor hostil hacia sus enemigos. No es revanchista. Cristo tiene entrañas de amor y misericordia, aun cuando tiene que condenar a los culpables. Dios es Amor, aborrecido y rechazado por los que perecieron, obstinados en su iniquidad. En algunas catedrales de la Edad Media se representa una escena escalofriante: Jesús, el Salvador, muestra al condenado sus cinco llagas. Es una prueba abnimadora del Amor de Jesús a los pecadores. Es como meterle por los ojos el inmenso Amor de la Redención, nunca desmentido y siempre despreciado por los réprobos: «Mira lo que he hecho por ti. Di mi propia vida para salvarte. No pude hacer más.» Como escribe bellamente el P. Lacordaire: «Cuando se es condenado por la justicia, se puede recurrir al Amor; pero cuando se es condenado por el -46-
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