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P. CALASANZ llenando de ausencias el libro familiar. Cada ser querido que se nos va, nos deja un poco con las raíces al aire de lo eterno. Cristo nos enseña que la muerte nos coge siempre «por sor– presa». Tenemos la certeza de que hemos de morir. Pero ignoramos todas las circunstancias de tiempo, lugar y modo. No conocemos ni el día, ni la hora, ni cuándo, ni dónde. La muerte es sorpre– siva y sorprendente: vendrá como un ladrón en la noche, como el dueño de la casa que se va de y regresa de improviso. Era un hombre sano y fuerte. Salió, como todos los días, para su trabajo. De pronto, sintió como un vértigo y cayó fulminado en la calle. Fue un ataque cerebral, una trom– bosis. Ingresó en la residencia ya cadáver. Era una mujer llena de vitalidad, todavía joven. De pron– to, sintió como una garra que le oprimía el pecho y cayó fulminada sobre el asfalto. Fue un infarto, un ataque al corazón, una angina de pecho. Desmejoraba a ojos vistas nuestro amigo. Cuando llega– mos a visitarlo era demasiado tarde: la enfermedad le postró en el lecho y le llevó al sepulcro. Se fueron de viaje un fin de semana. Y tuvieron que remover la «chatarra» del coche para rescatar sus cuer– pos ensangrentados. «Como el ladrón en la noche ... Por eso, la única actitud razonable para el cristiano es la que recomienda el mismo Cristo: «Velad y orad, estad alerta». La muerte no se improvisa y hay que estar preparado en todo momento, para que cuando venga el amo no nos encuentre dur– miendo o con las lámparas sin aceite. La reflexión honda y serena sobre la muerte ejerce una in– fluencia decisiva sobre la vida. Es un pensamiento grave que madura la personalidad y pone al hombre en forma para vivir dignamente. San Francisco de Asís pensaba continuamente «en la hora y punto de la muerte». San Francisco de Borja se sintió tan -28 -

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