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P. CALASANZ El hombre no es creador. Es un «imitador», cuyas copias palidecen ante el «original». El hombre se siente «eufórico» por los avances de la ciencia, de la técnica y del progreso, pero no puede desprenderse de su constitutiva impotencia y fragilidad. Fabrica flores que parecen de verdad. Pero son flores «muertas», sin latido vital y sin perfume. Son flores de plástico. Contruye «robots», pero son piezas frías, sin conciencia y sin sentimientos. El artista inspirado hace estatuas geniales, pero no pien– san, ni sienten, ni aman. Miguel Angel quedó sobrecogido ante su estatua de Moisés, y tocándole la boca con la mano, le ordenó: «Habla». Pero no habló. Dios crea estatuas «vivas». En sus manos, el barro se anima con el claror de la mirada, con el torrente pujante de la sangre, con el pensamiento amargo o sereno, con el corazón impetuoso. El hombre, hecho a ima– gen y semejanza de Dios, tiene un espíritu que siente, piensa, se enternece, se enfurece y ama ... Dios sigue creando. El artista muere y su obra permanece. Dios sigue infundiendo espíritu y vida. Si nos dejara de sus manos, si por hipótesis nos olvidara un momento, volveríamos automáticamente a la nada original, al no ser. Si nos dejara de amar un solo instante, nuestro corazón moriría de frío en las tinieblas. DIOS ES NUESTRO PADRE El Altísimo, el Omnipotente, es nuestro «buen Señor». Es el «descubrimiento» que ha transfigurado la historia de la humanidad y ha influido decisivamente en el destino del hombre. Mucho' más importante que el descubrimiento del Nue– vo Mundo o la conquista moderna del espacio. Cristo nos ha «revelado» al Padre. Nos ha dicho que Dios -6-
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