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P. CALASANZ bieron fueron recibidos como hijos de Dios, «nacieron de Dios». Y es que hay una especie de simbiosis entre el modo de vivir y la fe. La fe lleva a renovar la vida. La vida renovada es una ejercitación de la fe. La mala catadura moral amortigua o congela la fe. Con frecuencia, antes de perder la fe, se pierde la vergüenza. La pérdida de la conciencia de pecado supone un atrofia- miento progresivo del sentido moral a base de claudicaciones, cobardías y deserciones de la casa paterna. Al principio, la con– ciencia protesta enérgicamente y provoca esas crisis dolorosas que todos conocemos. El hábito de mal vivir acaba con las re– servas de resistencia. Y un buen día, el hombre es víctima impo– tente de la pecaminosidad que lo domina. El salto de la ejem– plaridad a la denegación suele estar preparado por muchos malos pasos. El joven que sirvió ele «modelo» para Cristo, fue el mismo hombre que sirvió de modelo para Judas ... «SEÑOR MÍO Y Dms MÍO» El «caso» de Santo Tomás es aleccionador. Tenemos la manía de exigir pruebas sensibles para nuestra fe. Queremos ver con nuestros propios ojos, palpar con nuestras manos, «meter los dedos en el agujero de los clavos». Queremos «comprobarlo» todo con datos de experiencia. Y, sin embargo, la fe nos da la certeza absoluta, mientras que los sentidos nos engañan. La fe es mucho más cierta que las evidencias racio– nales. Como decía Newman, en frase espléndida, «la fe es la capacidad de soportar dudas». Por eso, la ejercitación de la fe exige el reconocimiento leal de nuestras limitaciones y de la infinita grandeza de Dios, que supera radicalmente la capacidad de la inteligencia creada. Y con este reconocimiento, necesario y humilde, brota espontáneamente la plegaria: «Señor, yo creo, pero aumenta mi fe.» « ... ¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna.» - 140 -

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