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P. CALASANZ como hostil a Cristo y provocador al pecado. A todo el espacio disgregador y tiránico de los pecados de la carne. Y, a continuación, la fe se adueña del corazón del bautizado para hacer profesión de promesas que comprometen su vida para siempre. El cristiano profesa su fe en Dios Padre, Creador; en Dios Hijo, Redentor y Salvador; en el Espíritu Santo, Conso– lador y Santificador... ; en la Iglesia, una, santa, católica y apos– tólica; en la resurrección de los muertos, y en la vida eterna. La fe es la opción fundamental por Cristo. La fe es recibir a Cristo. «abrir de par en par las puertas a Cristo» (Juan Pablo II), para vivir la gracia de la filiación. En la perspectiva de la fe, ser hijo de Dios es el máximo título de grandeza para el hombre. La fe nos abre las puertas de la Iglesia. Somos familia de Dios en el espacio vital de la Iglesia. Creemos todo lo que tiene, transmite y enseña la Santa Ma- dre r glesia por las fuentes de la Revelación: Sagrada Escritura y Tradición. Creemos el dogma y el magisterio ordinario, aca– tamos plenamente las normas y la disciplina de la Iglesia. Creemos en los misterios que rebasan la capacidad de com– prensión de la razón humana, convencidos de que la concha frágil de nuestra inteligencia no puede abarcar el mar inmenso de Dios. Creemos en Dios y creemos a Dios. Y esta fe es certeza plena, más allá de la evidencia de nuestros sentidos y potencias, intrínsecamente limitados. Y en esta fe, que es un «don» de Dios, queremos vivir y morir. «Sé de quién me he fiado ... » Caminamos como peregrinos, guiados por la fe, en las «os– curidades-luminosas» de la fe. Desde nuestra envoltura terrenal, vemos el mundo misterioso de Dios como en un espejo que oculta su rostro a nuestras evidencias. Es un rostro cierto, omni– presente, como «difuminado», pero sabemos que Dios está aquí. Oculto y velado, pero está aquí. No llegamos a verle tal como es porque tenemos escamas en los ojos. No podemos escuchar con nitidez su voz porque tenemos taponados los oídos. Pero El - 136 -
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