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LÁZARO DE ASPURZ, O.F.M. CAP. a impulsos de1 destino que Dios ha fijado a España, y tras los conquistadores y descubridores han de marchar también l!)s misioneros. De aquí las exigencias insaciables de los Virreyes y del gobierno de la metrópoli y de aquí aquel forcejeo con los su– periores regulares de España que se resisten a desangrar sus Provincias desprendiéndose de sus mejores súbditos. En esta lucha, a veces estnaente, Carlos V y Felipe II van ganando te– rreno progresivamente, primero echando mano del apoyo pon– tificio y finalmente amañando las cosas de tal forma a favor del desenvolvimiento del Vicariato regio, que todo el asunto de las expediciones misioneras queda por fin en manos del Consejo de Indias. En otro lugar hemos· estudiado por extenso este fenómeno con relación principalmente a la Orden fran– ciscana, y por ello no nos detenemos en su exposición es>. Por fin acabaron tam:bién las Ordenes religiosas de España por identificarse con su ineludible vocación misionera ; además fueron apareciendo pujantes las Provincias regulares de Indias, y entre ellas y las de la metrópoli hubo de establecerse cierta reciprocidad normal, que hizo que ya en el siglo XVII el sumi– nistro del personal necesario se resolviera casi siempre sin in– tervención activa del Consejo de Indias; más aún, al contrario de lo que ocurría en el siglo anterior, el Consejo- adoptó como norma rebajar en una cuarta parte el número de la mayoría de las expedicione_s solicitadas por los procuradores o comisarios de Indias. Además, el nuevo carácter de· la evangelización de las selvas ya no exigía socorros tan apremiantes de personal. En el siglo xvm todavía vuelve por algún tiempo el go– bierno a tomar la iniciativa, principalmente con el fin de activar la penetración en la .cuenca del Amazonas y el avance hacia el Norte en comp~tencia con Francia e. Inglaterra. Para formarse una idea de aquel incesante desangrarse de las Provincias españolas baste decir que apenas hubo año en que no saliesen varias expediciones y que éstas constaban, por regla general, de 25 a 40 religiosos, habiendo existido algunas extraordinarias de 80, 100 y hasta 150, como la que en 1542 reclutó en las Provincias franciscanas fray Jacobo de Testera para Nueva España. (9) En el mismo trabajo citado, caps. II y III. - 106

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