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Así, recortando la ración y ago– tándosenos las fuerzas, al quinto día, al llegar la noche, estábamm, materialmente rendidos, sin ánimo ni para colgar los chinchorros ni para echarnos a descansar. El exce– sivo cansancio no nos dejaba ni dormir. A todo esto añadan la odiosa compañía de las desespe– rantes garrapatas. Tuvimos que regular los inter– valos de descanso durante el viaje, ya que, temiendo se agotasen del todo las provisiones, no podíamos demorar el tiempo y había que apurar las jornadas hasta el últi– mo minuto posible. Reloj en mano lo más que nos concedíamos de descanso eran quince minutos. Y esto cuando habíamos escalado al– gún cerro muy pendiente o cuando teníamos que soportar un sol ca– nicular al atravesar los claros de la selva. LAS INSOPORTARLES GARRAPATAS Estos indeseables compañeros de viaje merecen capítulo aparte. Las había de tres clases: unas chi– quitas, casi imperceptibles, pero al llenarse de nuestra sangre adqui– rían el tamaño de una tilde de la «i». Otras, que en su tamaño nor– mal no igualaban a la cabeza de un pequeño alfiler, al saciar en nuestro cuerpo su hambre atrasa– da, llegaban a hacerse como la cuenta de un rosario ordinario. Estas eran de color rojo apagado, abundaban más y corrían de una manera inusitada. Las últimas eran muy grandes, se veían muy bien y las sentíamos mejor en nuestro cuerpo. Todas ellas, al llenarse de san– gre, se desprendían fácilmente de nuestro cuerpo. Pero como qui– sieras arrancarlas antes de que se hincharan de sangre, era poco me– nos que imposible. Y si lo logras es peor, porque se parten y dejan enterrada su cabeza en nuestra propia carne. Y de todos los mo– dos producen una comezón tan in– tensa y desesperante que es impo– sible tener un momento de reposo, pues el escozor y las ronchas tar– dan mucho tiempo en desaparecer. Mientras el sendero fue tan es– trecho que casi no podíamos ca– minar con los guayares a la espal– da y no entraban los rayos del sol en el camino que pisábamos en la selva, no notábamos su presencia. Creíamos que habían desaparecido con la sequía. Pero en cuanto llegamos a la «vía media», y sobre todo al en– trar el quinto día en la «vía an– cha», de unos cuatro metros, aque– llo fue el acabóse. Había crecido una maleza, al cortar los árboles para abrir camino, que era como una especie de escoba que, además de atormentar las piernas con sus cortadas y rasguños, estaban pla– gadas de garrapatas que al pasar se nos pegaban a las ropas y luego se introducían hasta incrustarse en nu~stra carne, sobre todo de no– che. Nos acribillaban vivos. Creo es imposible se formen una idea aproximada de lo que estos bichos nos hicieron sufrir, sino es tenien– do que experimentarlo personal– mente. EL TORMENTO DE LA SED También el agua nos tenía re– servada su parte de hiel en este viaje de exploración. Comenzó a faltarnos al cuarto día. Para su– plirla de alguna manera, encontra– mos en la selva unas fruticas chi– quitas y de una acidez tal que nos dejaban la lengua en carne viva. Sin soltar los guayares de la es– palda, cada cual cogía las que po– día y medio las comíamos. En parte daba lástima, y en parte ha– cía reír, ver a Monseñor, rodilla en tierra, revolviendo la hojaras– ca del suelo en busca de las codi– ciadas fruticas, cual si fueran pre– ciosos diamantes del río Caroní. Sólo al final de la jornada, y bien entrada la noche de aquel miér– coles, pudimos encontrar un poco de agua. El jueves, aunque nos sorprendió la noche en plena marcha, tuvi– mos que acampar sin probar una sola gota de agua. ¡Qué noche más horrorosa ... ! Sin agua, con la ro– pa empapada en sudor, y para re– mate la plaga desesperante de ga– rrapatas que nos había invadido. El viernes no pudimos celebrar la santa Misa por no tener ni las cua– tro gotas para mezclar en el cáliz. ENCONTRAMOS AGUA ... ¡PODRIDA! En la jornada siguiente, hacia las nueve de la mañana, llegamos a un riachuelo. Desayunamos un poco de carne salada y un trago de «Toddy». Y agua, agua, mucha agua, como para vengarnos de la sed pasada. Pero aquellos riachue– los y aquella agua desaparecería como por ensalmo. Sólo al medio día pudimos dar con una pequeña laguna, de agua verdosa y llena de gusanos negros y rabudos, semejantes a renacuajos que parecían estar de boda aquel día, según era el revoloteo y jol– gorio que tenían en aquel cenagal. En el fango húmedo de la orilla se veían frescas las huellas del tigre. Con una tela colamos el agua, y aunque había que cerrar los ojos para beberla, con ella logramos apagar la sed que nos torturaba. Como llovidas del cielo nos pare– cieron dos naranjas agrias y medio podridas que hallamos tiradas en el monte ... Monseñor las repartió equitativamente entre todos. Yo comí hasta la corteza y las semillas del trozo que me tocó ... Nuestro animoso guía, el P. Maximino de Castrillo, quería alen– tarnos asegurando que no está– bamos muy lejos de una estación minera llamada La Fe. En ella, en 91

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