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PADRE, ¿PERO DONDE SE VA A METER... ? «Estaba yo alistando mi embarcación para salir de viaje, cuando veo llegar al puerto una curiara en la que viene el P. Santos. Subió a mi rancho, le ofrecí un café y le atendí lo mejor que pude. -Y... ¿a dónde va el santo Misionero? -Voy a Mariusa, hijo mío. -¡Padre! y ¿así, usted solo se va a meter en esa isla ... ? ¿Sabe lo que es Ma– ri usa y lo que son aquellos indios ... ? -Sí, mi hijito. Y si Dios tiene dis– puesto que yo muera en Mariusa, ¿por qué no voy a morir contento cumpliendo la voluntad de Dios y practicando la ca– ridad con aquellos in felices? A mí no me permitió mi corazón de– jarle marchar solo. Aunque tenía muchas ocupaciones y un viaje pendiente, lo dejé todo para acompañarle. Fue para mí una de las mayores satisfacciones de mi vida el poder acompañarle en aquel viaje. Su afabilidad y delicadeza eran exquisitas. Su austeridad, impresionante. Llevaba el P. Santos un cajón lleno de provisiones: conservas, leche condensa– da, galletas, etc. De todo di cuenta yo, pues el Padre no comía más que yuruma, jomo, gusanos de la palma de moriche. Y me decía: -Lucas: ¡si esto es lo más puro que hay... ! Fueron muchos los indios que se re– unieron en torno al Misionero durante los nueve días que permanecimos en Ma– riusa. Todos venían en «guayuco» (ta– parrabos), hombres y mujeres, ya que vi– vían en verdadero estado salvaje y en la mayor miseria. Necesité, en una ocasión, ver y hablar con el Padre, y me costó Dios y ayuda Grupo de indios Mariuseros. 76 poder penetrar por entre aquella masa compacta de indios desnudos. Allí estaba rodeado de todos los jefes indígenas, tratando de darles a conocer cuáles eran sus planes de misionero. Ellos le contestaron que todo lo que decía era muy bueno, pero que ellos «no salir de sus ranchos ni abandonar vida mariusera». El P. Santos les pidió que le construyeran un rancho para venir a vivir con ellos. Con gran satisfacción estos indios le prometieron hacer un rancho grande para dentro de dos lunas (dos meses); pero que el Misionero no les engañara, dejando de cumplir su pro– mesa. Dos cajas grandes, llenas de objetos, llevaba el Padre Santos para regalar a los indios: piezas de tela, vestidos hechos, espejos, collares, tabaco, etc. Pero todo le duró bien poco, pues el Padre les daba cuanto tenía. Y cuanto más les daba, más le pedían los indios. En aquellas circunstancias me creí obligado a intervenir, y le dije al Mi– sionero: -Padre, a los indios ya les ha dado usted bastante. Ese rollo de tabaco lo ne– cesito yo. -¡Cómo no, amigo Lucas! Lo tienes a la orden, lo mismo que las cosas que han sobrado. Deslié el rollo de tabaco y lo fui par– tiendo en varios trozos. Al poco rato se me acercó un indiazo en «guayuco» de corteza de palma, fantoche y valentón. Se puso a mirar el tabaco y señalando uno de los trozos mayores, me dijo: -¿Por qué no me lo das? -¿Cuánto quieres por ese guacamayo? -Un fuerte. (Cinco bolívares.) -Mira que es para el Padre Misionero que os ha regalado tantas cosas. -Vale un fuerte. -Está bien. ¿quieres tabaco ... ? -Sí, lo quiero. -Pues vale un fuerte también. Si me das el guacamayo, te doy el tabaco. -Bueno, te doy el guacamayo. Pero dame tú antes el tabaco. Le doy el tabaco, y nada más cogerlo el indio se escapó a esconderse entre los demás sin darme el guacamayo. Enton– ces se me subió la sangre a la cabeza, y... lo que tenía que suceder. Se dio cuen– ta de lo sucedido el P. Santos y se acerca a mí todo acongojado, suplicándome: -Por Dios, Lucas. Ten cuidado con esos arrebatos. Mira que estamos en Ma– riusa, y estos bravos indios son muchos cientos. Al regreso del vrnJe el Padre venía pensativo y muy preocupado. -Qué, ¿todavía le dura el susto del indio del guacamayo? -le pregunto. -Mira, Lucas. Me entristece el estado deplorable de estos pobres salvajes. Vengo discurriendo la manera de hacer algo por ellos. ¿Has visto que no se diferencian nada de los irracionales ... ? -No se aflija por eso, Padre. Yo le voy a proponer un recurso único para ci– vilizarlos. Todos los otros medios que usted tiene en la mente resultarán inefi– caces. -Está bien, Lucas. ¿Cuál es ese tu re– curso infalible... ? -Muy sencillo. Tiene tres partes: la primera, sería reunir a todas las personas mayores, indios e indias. La segunda, ¡matarlos a todos sin compasión! La ter– cera, sería coger a todos los pichones -niños y niñas- y llevarles a la Misión. -¡Asesino! -exclamó- el P. Santos riéndose a carcajadas. ¿Pero es posible que a ti, que tienes buen corazón, se te ocurran pensamientos tan criminales ... ? -Para que vea, Padre, lo difícil que juzgo la empresa de civilizar a estos casi irracionales.»

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