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y frailes, m1s1oneros y seglares y hasta monjitas a caballo, en «jeep» o en moto. Todos enrolados en la primera o segunda bandera del In– digenismo Interamericano; que no todo puede ni debe ser avanzadi– llas o puntas de lanza en esta em– presa tan humana, tan cristiana, y por ende, tan española. Quienes vivimos en América, mejor que quienes la visitan, sa– bemos muy bien que el Indigenis– mo, como en tantas otras cosas y en tantos otros «ismos», «no es oro todo lo que reluce». Sabemos y vemos que uno es el indigenis– mo político y otro el indigenismo pacífico, uno el indigenismo teó– rico y otro el indigenismo prácti– co. Pero hablando en general, hay que simpatizar con el Indigenismo, aunque nos consagremos al mis– mo, a su práctica, con:io los misio– neros y misioneras venidos de Es– paña o nacidos ya en estas mismas tierras de América. Y por lo mis– mo, hay que desechar la idea de que el Indigenismo, bien entendi– do y practicado, es el «aborto forzado de una criatura negativa e incompetente», que trabaja con– tra lo mejor del Hispanismo, el mestizaje fisiológico y espiritual de lo que tan acertadamente se llamó «las Españas», que no es lo mismo que «España» y sus pose– siones de ultramar. Creédnoslo, que estamos hablan– do por experiencia: nuestra tarea de hoy entre los indios es la misma que Laín Entralgo proclamó con la síntesis y quintaesencia de lo hecho por España en América y Filipinas, haber dado a los hom– bres que las poblaban «el habla castellana, la fe católica y un sin– gular temple ético en el sosteni– miento de las propias conviccio– nes». No estamos disgregando nada, ni sembrando semillas de cizaña. Estamos, como lo pedía este mismo escritor, con un «amor pleno» enseñando a los indios a «coejecutar formas de vida supe– riores a la suya», captando con toda nuestra sensibilidad sensitiva y anímica los matices delicados del alma india, y tratando de dar «uni– versal vigencia a cuanto de valio– so haya en las culturas aborí– genes». Aceptamos agradecidos como un estimulante halago las palabras de Ramiro de Maeztu, cuando nos llama a los Misioneros y Misione– ras de Hispanoamérica «caballeros y damas» del ideal hispánico. No hay duda de que lo somos y a ve– ces bastante al estilo de nuestro inmortal Don Quijote de la Man– cha, porque nuestros yelmos, ro– delas y adargas, más son de palo que de metal; y nuestros Rucios y Rocinantes más son rocines y ja– melgos que corceles y alazanes. Particularmente agradecidas y halagadas las misioneras, que no trabajamos entre nuestros indios por dólares ni por política, sino por algo más íntimo" y satisfacto– rio. Es muy agradable hacer el bien. Y ahora uno yo el elogio de Ramiro de Maeztu al piropo que un misionero dirigió en cierta oca– sión a niñas indias de nuestro In– ternado, entusiasmadas y dispu– tándose la honra de lavarle y cu– rarle los pies, destrozados en varios meses de viaje: Nunca fuera caballero de damas tan bien servido, como este Misionero que a Venezuela vino. No sabían ellas todo el alcance de lo que les estaba diciendo. Lo entendí yo y lo recogí en mi cora– zón para estímulo de mi humilde labor evangélica, ora con los In– dios, ora con los misioneros. 205

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