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Para mesa, el suelo. Para man– teles, unas hojas de bijao. Para vajilla, unas totumas de tapara. El mejor condimento, el hambre que teníamos. ¡Está bueno y sabro– so ... ! Pero, sabía a poco. ¡Una gallina, flaca y dura, para veinti– cuatro personas ... ! Y por si fué– ramos pocos, aquella mañana ba– jaron varios indios de otra ranche– ría de la cima de la montaña, tra– yendo a la mamá de la otra niña, tan enferma y demacrada, quepa– recía un esqueleto ambulante cu– bierto de piel. Venía a conocerme y a que la bautizara para morir. La puse unas inyecciones y pa– rece que se reanimó un poco. Du– rante el día traté de instruirles. algo en las verdades religiosas, valién– dome de sus hijas como intérpre– tes. Llegó la noche. Con una fru– gal cena a base de yuca, ñame, y algunos guineos, nos acostamos como la noche anterior. De madrugada nos despedimos. Pero la india viejecita me pedía el bautismo. Cogí un poco de agua y, con la emoción que hacía temblar mi mano, pronuncié la fórmula sa– cramental: «Ana, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». Triste fue la despedida entre la madre y la hija. Pero la había visto antes de morir y la mamá quedaba bauti– zada. Las niñas del Internado les hablaron de Dios y de la Virgen en su lengua yucpa. Con dos palos hicimos una Cruz y la colocamos, con unas flores silvestres, al lado del rancho del jefe. Comenzamos la bajada de la sierra... Y ésta fue peor que la su– bida. Tres horas anduvimos bor– deando el río Tukuko subiendo y bajando cuestas, resbalones y caí– das sin cuenta. Nuestra ropa era ya girones, rota por la maleza y espinas de la tupida selva. Po~ fin, llegamos donde hacía día y medio 154 Suma pobreza de un rancho Yucpa. habíamos dejado el caballo. Res– piré ... Con bastante miedo monté en el animalito y comenzamos a des– andar aquel pésimo camino. En– contramos un tronco de árbol atra– vesado en el sendero. El caballo era pequeño y el tronco demasia– do grande. Dio un salto y el caba– llo pasó, pero yo caí una buena costalada al suelo. Risas de los mu– chachos al principio. Pero caras asustadas después, al ver que yo no podía levantarme del suelo. Hasta el caballo volvió asustado la cabeza, mirándome con compa– sión y lástima. Me ayudaron a le– vantar y, cuando me repuse un poco, con muchos dolores volví a montar para recorrer el largo ca– mino que aún nos faltaba para llegar a la Misión. Esta caída me costó unos días de tratamiento en el hospital. A los pocos días recibimos la noticia de que la india viejecita se había muerto. Su hijita lloró mu– cho al comunicárselo. Pero al tra– tar yo de consolarla, me respon– dió: -«Pero tú bautizar en rancho a mi mamá, y ahora está en el cielo.» Este ha sido uno de los más fe– lices de mis viajes apostólicos por la Sierra de Perijá. Hna. CARMEN LACY, Misionera del Tukuko. Pena y lástima de estos niños abandonados.
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