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20 J,l•:CCIÚN III.-SUS FINES: el :uulitori<l ll<l ~:tk !le su ignomnda, ni puede saber sus obligaciones; ~i 1w ::;e procura rll'li·iüw, el auditorio oye con tedio, con disgusto, pronto ~e canl:\a ; y ~i falta la con– moción, los pecadores quedan endurecidos en sus mismos pecados, y los pueblos encenagados en sus vicios. Los pre– dicadores que han sabido llenar estas tres co1uliciones han arrastrado en pos de sí las muchedumbres llenas de entu– siasmo, con su palabra elocuente. :M:as sería temeridad pre– tender estos efec.tos sin el estudio de las reglas, á no supo– ner dotes extraordinarios, ó la inspiración de lo alto. No puede, pues, mirarse con indiferencia cosa de cuya igno– rancia pueden resultar tantos males, y de cuyo estudio tantos bienes para la salvación de las almas. Y si tanto afan se pone para los intereses del mundo, ¿por qué no lo pondremos para este divino arte de salvar las almas, como lo han llamado los Santos Padres? Descendamos, pues, á estos tres pnntos. 20. 1.• Instruir. El hombre se guía por la razón, y ésta es el centro de todas las operaciones en el sér intelec– tual; y en cuanto hombre el raciocinio es su primera opera– ción. Por esto dijo San Agustín: JJocere necessitatis est, porque de este primer resorte de la inteligencia se van efec– tuando las operaciones de las demás facultades. De aquí es que antes de todo la predicación ha de ser instructiva si ha de ser eficaz, útil y provechosa, y corresponder á los altos destinos de su divina misión. La instrucción es la base de los grandes movimientos oratorios, y que da apoyo y soli– dez á los grandes rasgos, á las magnificas expresiones y á las brillantes figuras: si ella falta, el discurso viene á ser insustancial, falto de fondo; las más escogidas frases una pa– labrería; las grandes figuras una extravagancia, un des– propósito, y los grandes movimientos oratorios una come– dia. La sólida instrucción, las grandes verdades, llenan el sér del orador, que fluyen por sí mismas como rebosando de aquella plenitud las palabras más adecuadas, y las figuras sin ninguna violencia. Horacio formuló toda esta doctrina en esta sentencia: Scribendi recte sape1·e est principútm et fons. (Art. poet.). 21. Dice Cicerón: Una res p1·m nobis est f e1·enda ut

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