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220 LECCIÓN XXXVII. alma, en donde más profundamente quedan grabadas las verdades que se inculcan. Algunos se han burlado de algn·· nas exterioridades que antiguos predicadores hacían pam impresionar más los sentidos y hacer comprender mejor las eternas verdades á los ignorantes y á la gente rústica; ma~ nosotros, dejando á parte los abusos, preguntamos: ¿Y en los teatros se impresionarían tanto los asistentes si no fuesen aquellas exterioridades y aquellas pantominas que se mez– clan á la viveza de expresión? Allí se excitan las pasiones violentas, apetitos desordenados, venganzas, furores, homi– cidios, y todo esto en alto grado, y pocas veces se estimula el amor á la virtud: se sale del teatro trastornadas las po– tencias del alma y los sentidos del cuerpo, efecto todo de aquella acción orat01·ia que tan al vivo presenta las cosas. 522. Los preclicadores no podemos valernos de estas ex– terioridades, porque además de la crítica moderna, que ex– cede más de lo justo, nuestras poclerosas armas para abatir el error y el vicio son la verdad, basada en la solidez de los argumentos : la fuerza de ellos debe hacerla brillar con es– plendor é infunclir los más nobles sentimientos en el corazón de los oyentes; pero sí que debemos procurar expresar las verdades de nuestra augusta Religión con convicción, con energía, con acento y verdadera acción orato1·ia, y hare– mos prodigios con la gracia de Dio~. Nada de comedias, es cierto; la misión que lleva el sacerdote es muy augusta; pero no es menos cierto qne si nuestra palabra no va animada de aquellas cualidades externas en donde ella se refleja y se ha– ce visible tomando calor, movimiento y vida, nada absolu– tamente haremos. El semblante, el gesto, la voz, todo sea en el predicador el reflejo de aquella idea que brilla en su mente, de aquel sentimiento que brota en su corazón, de aquella imagen que crea su fantasía; todo su exterior sea la fiel expresión de aquella palabra que, elaborada en las po– tencias de su alma, sale de sus labios. Esto solo es capaz de conmover al auditorio; cuando menos es un brillante exor– dio, si no es un completo sermón. El P. Daniel Bartoli refiere de un predicador que, sin más sermón que repetir por tres veces el tema del Evangelio de aquel día: Afm·tuus cst di– ves, et sepultns est in injrmw (Luc. v>), hizo maravilloso

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