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16 ,,.,.., .,,·,N u.-sus MEDIOS: <li<lad nat.ural. " 1<.:1 orador romano también decía: "Cuando el arte se agrega á la naturaleza, hace prodigios." Y no ·hay duda que aquella grande elocuencia del orador griego la debía él á sus poderosos esfuerzos en el arte; pero no es me– nos cierto que aquella naturaleza era rica de sí misma en vigorosos sentimientos, y delicadas y profundas concep– ciones de su inteligencia. 14. No olvidemos, pues, que el arte es sólo un auxiliar, aunque poderoso, de la elocuencia, y no cosa distinta de la naturaleza, como al parecer piensan algunos jóvenes. Fá– cilmente los jóvenes son propensos á considerar el arte co– mo cosa harto distinta de la naturaleza, y áun á preferirlo á ésta, originándose de aquí la falta de naturalidad, y gran– de afectación en los discursos, cuando el arte viene simple– mente á ayudar y corregir los clefectos de la naturaleza sin trastornarla, y esto es de suma importancia, puesto que en las dotes de imitación la naturaleza tiene sobre el arte una indisputable preferencia. La elocuencia ya existía y ani– maba la voz de elocuentes oradores, mucho antes que su arte se rsdactara; ella ya prestaba sus armoniosos y robus– tos acentos, cuyo estudio debía formular más tarde las pre– ciosas reglas del arte del bien decir, de hablar elocuente– mente. Jamás, pues, la elocuencia pudo haber nacido del arte; fué todo lo contrario: "El arte fué, dice San Agustín, el que nació de la elocuencia." En nada intentamos rebajar el arte, ni menos con él mostrarnos esquivos: damos la pre– ferencia y prerrogativas principales á la naturaleza, y nada más; queremos que se evite un error tan trascendental, y atendamos á cultivar nuestro propio natural ayudado del arte: y entonces, sí, éste nos es sumamente recomendable por los Santos Padres y Maestros de Elocuencia sagrada, nos obliga nuestro sagrado ministerio al estudio de un arte tan precioso, útil y necesario. Entendido así el arte como á utilísimo auxiliar de la elocuencia, mas no como á su prin– cipal, no vemos razón para que algunos teman que las re– glas del arte, llamando demasiado la atención del predicador, puedan embarazarle en aquella libertad de espíritu tan ne– cesaria para la verdadera elocuencia; esto no puede ser: las reglas d~l arte no hacen otra cosa que facilitar el tra-
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