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EL . BEATO DIEGO DE CÁDIZ 113 Evocación de la Pasión de Nuestro Señor, bandéra espiritual de España y tan frecuentemente representada también en las que sus tropas llevaron a la batalla y en las que presidieron la colonización de todo un Mundo ganado para El:, Alta tragedia, la mayor, pese a lo exiguo y modesto de su escenario, aquel montecillo del Calvario, antes a extramuros de la Ciudad Sant~ entre las Santas, hoy recubierto por los ornamentos con que lo desfiguró el arte y la piedad', cobijado en aquella otra Basílica del Sepulcro, que parece otro hito, del que éste de Compostela es reflejo, al otro lado del Mediterráneo azul, cuna de nuestra. civilización occidental. La humilde figura de un hermano ,menor del Poverello es la del encantador ·que, no con varita mágica, sino con nudoso cayado, bordón de peregrino que golpea la hispana geografía, nos presenta ante los ojos de la imaginación, los momentos no vistos, y ante los de la memoria, los lugares conocidos. Un día entró el Beato por las compostelanas calles, aún no estaba muy repuesto de su última enfermedad sufrida en Ronda, cuando se trasladó a Galicia atravesando Portugal, andando, apenas si en algún trayecto montó el borriquillo en que llevaba la impres– cindible aunque pobre impedimenta. Había penetrado en Galicia por Tuy precisamente, tierra de sus mayores, después pasó a Bayona y Vigo; en esta úl– tlma ciudad quiso matarle un desconocido, después de oirle predicar. En Galicia habían cundido las malas doctrinas y le cantaban coplas haciendo burla de él y de su hábito por entonces desconocido en el país. Al fin, llegó a Santiago. El Arzobispo, Fray Sebastián Malvar, y Pinto, se arrojó a los pies del Padre Cádiz al recibirle, éste se le adelantó y tras este reciproco acto de humildad, se abrazaron ambos. Me dieron "la gracia extraordinaria de decir Misa un día sobre el sepulcro del Santo Apóstol"--dice el Beato con refe– rencia a su estancia en Compostela-. En aquella Misa oró mu– cho por la salvación de España, a la que veía seriamente ame-