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-so- faltamos á ese deber. "Maledictus qui non honorat patrem et matrem suam." (Deut). Sigamos. Después de encontrar á nuestra llegada desnudas cala– veras de algunos muertos; después que los indios hicieron con nosotros lo que más les pareció, y teniendo en cuenta la brutalidad de nuestro Cacique, confieso, Padre mío, que cuando hubo llegado la noche, tuve bastante miedo, y me pareció llegado el momento de ver, en realidad, cosas que los novelistas cuentan sólo para poner terror á quien las lee. Fue causa de que aumentara mi temor cuando comprendí que el P. Santiago estaba en las mismas circunstancias; y llegó á decirme que debíamos velar aquella noche. pe mi parte, no por valiente, sino porque estaba muy rendido, de· terminé entregarme al sueño, muy confiado, sí, de que Dios y la Santísima Virgen cuidaría de nosotros. Empero el temor fundado y la mente que ya se había exaltado, fue mo– tivo para que no pudiera dormir, tanto más cuanto que iban .apareciendo á nuestros ojos escenas y cuadros horribles al propio tiempo que enigmáticos. Por ahí á las siete de la noche vimos que un indio salió al medio de aquel chozón y puso al pie de un palo un plato que contenía extracto de tabaco bien cocido. Luégo iban acercándose los viejos y los jóvenes, mas no las mujeres, y formaron un círculo al rededor del plato. Esta reunión la precedía el Cacique, quien comenzó por arengar en voz tan alta que fácilmente se la hubiera podido oír de unas dos cuadras de distancia. El solo hablaría por el espacio de un cuarto de hora; luégo tomaron la palabra otros y otros, hasta que se formó un desconcierto tan infernal, capaz de sacar corriendo á quien no fuera de espíritu más sereno y no es– tuviera al tanto de esas bárbaras costumbres. Ignoro com– pletamente el tema de esa acalorada conversación; lo único que entendía era cuando en medio ele aquellos gritos, pro– nunciaban también la palabra Jusiñamuy (Dios), que era el nombre que nos daban á nosotros. Duraría esta escena, por lo menos, una hora, y luégo cada cual abandonó su puesto para ir á mecerse en las ha– macas, las cuales tenían colgadas muy cerca de los fogones. Estos parecían unas verdaderas hogueras, y los mantuvie– ron en ese estado hasta muy entrada la noche. Pero llegó un momento en que, casi por encanto, quedaron apagadas. Entonces cruzaban por mi mente horribles suposiciones; redoblaba mis plegarias hacia Dios, y quería me dieran ex· plicación del ruido más insignificante que oía. Quizá eran las doce de la noche, cuando en aquel lóbrego calabozo

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