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equilibrio; caíamos, y volvíamos á subir, pero siempre lo pa– sámos sin noved«d: lo que pru eha que no es muy alto, y sólo es indispensabl e para ti empo ele im·iern o, en el cual, saliendo el río ele madre, todo aquel lugar se vuelve una inmensa la– guna. Cu ando hubimos sal vado el Menaje, descubrimos en medio de la espesura del bosque un«s siete casas de la forma y condicion es dichas en el cap ítulo 1 de esta segunda parte. Como al mome nto de nu estra llegada caía sobre nos– otros un diluvial aguacero, y, por otra parte, nad ie sahía el momento de nu estro arribo, llegámos si n qu e lo ad virti eran y en sil encio nos diri gimos á la casa del blanco, que suele haberla casi en todas las tribus con qu istadas. El dueño de la habitaci ón no e,;taba en ella, sino qlfe vino al sigui e nte día; pero los Güitotos q ue <.llí vi vían, si no salieron á recibir– nos, pu es no ti enen tal costumbre, se portaron caritativamen– te, ofreciéndo nos hospi talidad y cual q uler servicio que les ped iamos. Después qu e hubo pasado el chubasco comprendimos que todos los indi os ya estaban cerciorados ele nuestra lle– gada, siendo el Caciq ue el pr·i mero que fu e á darnos la bien– venida. Lo recibimos con la afabilidad y cariño que exigían las circunstan cias: lu égo le preguntámos por los denüs de su tri hu, y no<> dijo que muchos se le hab ían muerto, y otros estaba n muy e nfermos. Parti cipámos el e su pena, al prop io ti empo que le ofrecimos los medi camentos. que para ellos nos había dado el bo ndadoso Sr. G r·ego rio Calderó n; quie n ya tenía conocimiento de que la peste diezmaba á sus indios conquistados. Muy poco ti empo duró la entrevista co n el Cacique, porque la noche lo obligó á retirarse, y nosotros apl azámos para el día sigui ente nu estra visi ta á los pobres enfermos. Ll egado éste, nos encaminámos co n el R. P. Santiago á uno de los chozo nes m i s próximos. E nt ramos, y á pes;rr de ser tan claro aqu el día, nos pareció estar rodeados ele las más densas tini eblas. U n corto ti empo pennanecimos como estatuas, sin di stinguir ni ver nada ; luégo vimos que aquel lóbrego lugar, aparte ele otras horri pilantes esce nas, estaba convertido en un hospital. Aq uí era un anciano que, á im– pulsos ele! dolor, se retorcía y revolcaba en su lecho ele guascas (harn'\ca); allá estaba un n iño abrasándose en fiebre perniciosa, y á quien la madre, según costumbre, ~chaba tánta agua frí a, que muy pronto er-a un charco la_ cama del enfermo. Estas y mu chísimas otras cosas formaban un cuadro desgarrador, y en s u presencia no pudimos me· nos de permanecer muelos y consteniados.

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