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MEDITANDO UN PLAN DE CONQUISTA Mientras mis compañeros cocinan la pava, muerta en el varadero del Conejo, y tienden las hamacas, yo pienso y más pienso en todo lo que acaba de pasarnos con los cushmas~ tratando de explicarme ciertos hechos que revelan, si no hostilidad, sí al menos, gran frialdad y hasta aversión al misionero : No consintieron que viera, mucho menos que entrara en sus casas. Cuando encaminándonos al rancho, les comuniqué la orden de su jefe Pacho de llevarme hasta Shushufin– di, algunos protestaron diciendo que no habían de obedecer. Esto entendió uno de los cofanes que venía con nosotros. (Estábamos dispuestos a navegar en balsa). Al preguntarles yo por las mujeres y niños, se sonrieron y no me dieron respuesta. Las niñas se corrieron al verme. La protesta a la idea del internado fue más que enérgica, airada. Finalmente la extrañeza que mostraron al explicarles el celibato, era muy significativa. Eran éstos unos hechos que guardaban alguna relación entre sí y obedecían a una misma causa. ¿Qué podría ser? Pedí a Dios que me iluminara y rezamos el rosario con esta intención. Aquella noche no pude conciliar el sueño en la hamaca y me acosté en el suelo. ¿Qué podrá ser? Al día siguiente lo averiguaría. Sin duda, algún mal hombre había sembrado la cizaña. LOS CUSHMAS HAN 0100 SU PRIMERA MISA Muy de madrugada se acercó el curaca con sus hombres. Ninguna mujer todavía. Les hablé del culto que todos debemos a Dios y que yo, curaca de los cristianos, en nombre de todos, iba a dar a taita Dios el culto más grande que podía darse; que estuvieran atentos y sin hablar. Dije la santa Misa en medio del silencio más profundo. Era la primera Misa que oían en su vida. Yo me imaginaba lo impre– sionados que estarían aquellos pobres y medio desnudos infieles al contemplarme a mí con tan elegantes vestidos y seguir las distin– tas ceremonias de· la Misa, que yo procuraba hacerlas con más pose y gravedad que de costumbre. Terminado el santo Sacrificio, me arro– dillé a dar gracias y con los ojos cerrados permanecí en esa postura unos minutos, sospechando, o bien convencido de que, con disimulo, estarían observando por un lado y otro lo que hacía arrodillado. Pero nadie hablaba ni hacía el menor ruido. 77

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