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pequeñas, a cinco y ocho días del lugar donde nos encontrábamos, tuve que resignarme a bogar a merced del agua, que por suerte, aquel día al menos, bajaba a gran velocidad. Los bogas no tuvieron que remar; la pequeña canoa era llevada como un junquillo por la impe– tuosa corriente. El popero es el único que trabaja de firme para con– ducirla por donde convenía sin miedo de zozobrar. A la caída de la tarde nos sorprendieron los gritos desaforados de un indio que estaba bañándose en una playa. Al mismo tiempo observé que unas niñas corrían locamente a ocultarse en la maleza. El de los gritos desaforados, por lo visto, les anunciaba peligro. Arribamos a la playa y todavía el hombre aquel continuaba gritando con toda la fuerza de sus' pulmones. No parecía estar de buen humor. Por fin, después de esperar pacientemente con alguna zozobra unos cuantos minutos, se asomaron y llegaron a nosotros unos cuantos hombres. Su aspecto era serio y de curiosidad al mismo tiempo. Varios de ellos traían en ·sus manos cuchillos, que los acariciaban mostrando sus bien afiladas hojas; pero según Lucho, mi guía, ello no indicaba intenciones agresivas, sino mera exhibición de lo que para ellos era un lujo. Con esta explicación dada por lo bajo, me tran– quilicé completamente. Paseaban la vista por sus visitantes, dete– niéndola particularmente en mí y en Matías, que vestía en aquel tiempo el magnífico impermeable del P. Prefecto, que me prestara para el viaje y tocado de mi boina vasca. Sin duda éramos unos tipos extraordinariamente curiosos ; yo por mi hábito y mis barbas, y mi monaguillo no se diga... con su cara de niño atolondrado, mostrando como fondo de su para él inmenso impermeable abierto, sus delgadas piernas y su exiguo pantalón de baño. Mientras nos examinaban de pies a cabeza, pregunté yo a los indios por el curaca Guillermo. Diéronme a entender que ya iba a venir. Todavía se hi:¡:o esperar unos minutos que fueron muy embara– zosos, a causa de mis preguntas que no tenían contestación y ellos hablaban en su extraño idioma. Por fin, cansados de hablarnos inútilmente, terminamos por permanecer mudos en mutua observa– ción de los diversos tipos que allí nos encontrábamos. Después comprobé que algunos de aquellos hombres entendían su poco de castellano y aun lo hablaban, si bien del todo en gerundio. Como me lo habían dicho, llegó el jefe Guillermo, un hombre de edad indefinida, como la de casi todos los indios mayores de edad, aunque bien pronto se echa de ver por su porte y gravedad que es el más entrado en años de todos los de su pequeña tribu. Viste una 75

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