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ayuda? Sea por lo que fuere, éste es el hecho; así como también es un hecho que en nuestro internado de Puerto Asís estudian muchos niños, hijos de indios ecuatorianos. Asunto grave que debería consi– derar el Gobierno ecuatoriano para ayudar más a las misiones, de forma que con el establecimiento de los misioneros en esos lugares, estuviera representada en ellos la Patria, para si llegara algún día algún conflicto de fronteras, pudiera hacer valer sus derechos de posesión. El señor Pacho Quinteros, que sabe su poco de castellano, me hace muchas preguntas relativas a mi vida y al objeto de mi viaje, lo que aprovecho para explicarle las cosas más elementales de religión. A todo presta mucha atención, todo parece que le interesa. Yo por mi parte le hago mis preguntas y as1 me entero de muchos de sus usos y costumbres, sacandQ en conclusión que fácilmente podría hacerse de los cofanes unos excelentes hijos de la Iglesia. Sus súbdi– tos dice que son bastantísimos, es decir muchísimos; pero como no entiende de números y no sabemos qué entiende por muchísimos, puede que se reduzcan a unos centenares. Así fueron pasando las horas, esperando que me ofreciera algo que comer, siquiera chicha; pero no, allí no veía yo cosa de comer ni de beber; así que fui yo quien tuve que ofrecerle lo que tenía, que eran restos de desayuno, arroz con pescado. iY cómo lo apreció! iQué honores hizo al cocinero señor Lucho! Pero, ¿qué comerá esta pobre gente?, me pregunto; isi no veo ni un triste plátano, ni tienen intención de encender el fogón, mustio en medio de la pieza! Después lo supe: cuando no tienen ni caza ni pesca, ni cosa que llevarse a la boca, van a la selva y toman el jugo de un bejuco llamado "YOCO" mezclado con agua. Con una o dos veces que lo tomen al día, no solamente matan el hambre, sino que tienen fuerza para trabajar, como si hubiesen llenado el estómago con los mejores alimentos. Hay que advertir que el trabajo del indio suele reducirse a cazar o pescar y de vez en cuando dar unos golpes de machete en el cuadrito de yuca a plátano que cultivan junto al rancho, opera– ción que de ordinario corre a cargo de las mujeres. El árbol del yoco no se encuentra donde quiera; hay con abundancia en el alto Aguarico, y no probé su sabor, no soy testigo de su prodigiosa virtud por un olvido lamentable, pues los cushmas, con los cuales me había de hacer después amigo, consumen mucho, y ya quedó uno de ellos, un boga que me había de acompañar, en indicarme el árbol, pero se nos olvidó. 71

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