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de agua, cuya piel es estimadísima y tiene un precio muy superior a cualquier otra, incluso la detigre. El día lo pasan en el agua, alimentándose exclusivamente de peces, y solamente salen a tierra para devorar sus presas y dormir. Varias veces tuvimos ocasión de contemplar la estela que dejan en el agua al perseguir sus víctimas ; se ve que son nadadores agilísimos. Hubo un momento en que apa– recieron a nuestra vista como media docena de ellos; era a la caída de la tarde. Daba la impresión de que estaban parados en el suelo con las patas traseras, porque dejaban ver en forma vertical nada más que la cabeza, el cuello y una pequeña parte del pecho. Disparé rápido al más próximo, apuntándole al cuello, por si se me alzaba o bajaba algo el tiro. Fue un error; el cuello es la parte menos vulnera– ble a causa de una bola de grasa que lo rodea. Sumergióse y al instan– te apareció de nuevo chorreando sangre del cuello. Cedí el arma a Lucho para que lo rematara ; pero su disparo, si bien fue certero, de nada nos sirvió; se hundió y ya no apareció más ni muerto ni vivo; sin duda la corriente lo arrebató. Mucho sentí la pérdida de tan estimada presa; pero Dios no quiso que sirviera tan solo para fomen– tar mi vanidad , porque necesidad no teníamos por· entonces de nue– vas presas; nos bastaban para aquella noche los peces que por diver– sión, más que por otra cosa, habíamos pescado navegando por la Hormiga. CON LOS INDIOS COFANES Era ya entrada la noche cuando abocamos al río San Miguel; no podía pensar en llegar a la casa del gobernador de los Cofanes, quedaba todavía muy lejos. Juzgamos más prudente dar por termi– nada la tarea de aquel día. Así pues atravesamos el río en dirección a una playa que destacaba en medio de la oscuridad en la ribera opuesta; era una playa muy linda y propicia para pasar la noche. Pero no la pasamos tan bien como esperábamos, porque cuando está– bamos en lo mejor del sueño, acostados sin ninguna precaución sobre la tibia arena, nos sorprendió un fuerte aguacero que nos hizo saltar bruscamente de tan sabroso lecho y correr presurosos en busca de nuestros respectivos cauchos. El único que no se sobresaltó con el chubasco fue el indiecito, que tuvo la precaución de hacerse su ranchito para acostarse. Tanto mis dos compañeros de viaje como yo nos acostamos a la buena de Dios, sin querer pensar siquiera lo 69
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