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motor, llegué en veinte horas a Puerto Asís, donde nuestros herma– nos en religión, los PP. Capuchinos Catalanes mantienen un internado de indígenas. Ni que decir tiene que me recibieron como se recibe a un hermano, con los brazos abiertos. Hasta los niños del internado salieron a darme la bienvenida, entonando el himno del misionero, que yo misionero viejo lo desconocía y comienza así: "Allá en las playas de tierra ignota - del sol muriente al postrer fulgor - ancló su barca desnuda y rota- el misionero del Redentor". Canto precio– so de música sentimental y cuya letra se ajusta perfectamente a la vida real y dura del misionero. iCuántas veces lo he cantado, sentado en mi desmantelada quilla, para matar el aburrimiento y desechar pensamientos tristes! ... Los Padres de Puerto Asís están maravillosamente instalados : cuentan con talleres de mecánica y carpintería; luz eléctrica propia; refrigeradora; una farmacia en toda regla con su boticaria, la Madre Eusebia, franciscana; una gran vaquería, que les permite el lujo de dar leche todos los días mañana y noche a sus doscientos internos y matar un toro todos los sábados; en fin, que no les falta detalle. Había llegado yo un sábado y fijé mi partida para el lunes. La Madre Eusebia, que apenas llegué me puso en tratamiento a base de inyecciones de extracto hepático, calcio y aceite de bacalao, porque según ella, estaba muy anémico, protestó al conocer mi deter– minación, sosteniendo que no me encontraba en condiciones de rea– nudar mi correría antes de ocho días. Yo no lo creía así, pero tal vez tuviera razón porque Dios quiso que sucediera lo imprevisto, es decir, los ocho días que para mi restablecimiento señalara la Madre Eusebia. He aquí cómo: Los Padres estaban predicando misiones en todos los pueblos de su vicariato, debiendo al día siguiente, domingo, comen– zarlas en Puerto Asís; pero sucedió que en el momento anunciado no se presentaron los Padres esperados, sino solamente uno: el Padre Marcos de Madrid, que aunque buen predicador, era jovencito y carecía de toda experiencia. En los apuros, porque el pueblo se las trae, el Superior, Padre Diego, acudió a mí, rogándome que me quedase a ayudar al Padre Marcos. Acepté sin vacilar un momento la invitación que se me hacía (qüe ya estaba prevista) y de este modo, mientras por una parte con mis predicaciones llevaba a mis prójimos el pan de:; la Divina Palabra, por otra me atendía a mí mismo, a mi propia salud y aun a otras necesidades y conveniencias, como ahora diré: El buen hombre que gratuitamente me había traído desde 64

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