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en los viajes por la selva para abrirse paso en la maleza y defenderse de las culebras, rompí la marcha de puntero de la pequeña caravana. "Cuarenta kilómetros -me decía-; después y todo otras veces los he hecho en mi vida: los hice en España durante la guerra, y los hice también en el Ecuador por las montañas occidentales del Carchi". Y las primeras horas fueron efectivamente a paso de vencedores; no había obstáculo que se opusiera a nuestro avance; en las quebra– das y lomas, si -era de subida, coronábamos sus crestas en un solo esfuerzo; si de bajadas, lo hacíamos corriendo y hasta las mismas caídas parece que impulsaban nuestros cuerpos hacia adelante. En una sola hora conté las catorce estaciones del viacrucis; pero mi calvario había de venir más tarde. Mucho antes del tiempo pre– visto alcanzábamos el Güepí, pequeño río equidistante de ambos extremos del varadero. Aquí hicimos alto para descansar y tomar algún alimento. Yo aproveché el descanso para bañarme (mis compa– ñeros, descalzos y en pantalón corto de baño, se habían bañado en las quebradas del camino), y me contenté con beber chicha y más chicha hasta saciar la sed completamente. Media hora de descanso y en marcha. Todavía encabecé la expedición dos horas, cada vez más lenta– mente, al cabo de las cuales me sentí materialmente agotado; dos enormes paujiles rojos cruzaron el camino a un tiro de escopeta; varias manadas de monos parece que reían de mi inofensividad; hasta un puerco de monte se atrevió a gruñir salvajemente a nuestro lado. iAh!, vinieran en otra ocasión a burlarse de uno... , ya les diría yo alguna cosa... Pero entonces, ¿quién tenía ganas de decirles nada, ni menos de levantar en alto la escopeta para darles el saludo que se acostumbra dar a esos personajes de la selva? Yo al menos no; y me tumbé cuan largo era en el alfombrado suelo. Lucho me contaba después que tuvo tentaciones de sacarme una fotografía en aquel momento y que mi aspecto era cadavérico. No había de ser tanto, que aquí son muy aficionados a la hipérbole; pero sí que me encon– traba quebrantado de verdad; tal vez el reciente paludismo sufrido había dejado marcadas sus huellas en mi no del todo marchita naturaleza. Pude, con todo, levantarme y continuar hasta el fin la dura jornada, pero a mi paso. Para ello ordené que cada cual siguiera adelante sin preocuparse de mí para nada y aunque quisieron disuadirme de no quedarme atrás con la idea de un posible asalto del tigre, que anda siempre detrás de las comitivas, esperando el momento que uno se rezague para asaltarlo, no tuvieron mis buenos 61
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