BCCCAP00000000000000000000259

nido varía entre los veinte y cuarenta. Después lo cubren cuidadosa– mente igualando muy bien la arena; dan unos cuantos paseos en torno del nido, sembrándolo así de huellas, y, finalmente, regresan al agua por distinto camino del que antes tomaron para entrar en el arenal. El calor se encarga luego de empollar los huevos y reventar las tortuguitas, si es que algún desaprensivo transeúnte, como nosotros, no hace frustrar este proceso maravilloso de la naturaleza. Desde la canoa advertíamos perfectamente las huellas de las tor– tugas sobre la blanda arena de las playas. Mis acompañantes se morían por salir a coger huevos, y qué alegría la de todos cuando daba permiso de bajar y explorar una playa. Saltaban de la canoa mucho antes de llegar a la playa, hasta la cintura o todo el cuerpo; la cosa era llegar pronto y adelantarse a los demás; porque cada cual (habíamos convenido) debía quedarse para sí los huevos que recogiera (cada huevo vale en Rocafuerte unos veinte centavos). Era de ver cómo corrían por el arenal, cada uno en dirección distinta, siguiendo el rastro de su charapa y cuando llegaban al laberinto de vueltas y de revueltas en cuyo contorno se encerraba el suspirado nido, excavar acá y allá con los pies, con las manos, o introducir un palito, si a mano hallaban, en todas direcciones... iCon qué ligereza lo hacían!, y señalaban su nido, y corrían frenéticos en pos de otro v otro, hasta dejar la playa enteramente inspeccionada. De poco les había servido a las charapas sus tretas. A continuación, recogían cada cual tranquilamente sus nidos y regresaban a la canoa contentos y locuaces mostrando orgullosamente sus nidos en el hato de sus camisas. · Una vez, descendí yo también a un arenal, descalzo, como todos. iAy!, cómo me arrepentí. Era un día pesado; el astro del día arroja– ba plomo derretido y la arena abrasaba horriblemente. En el primer momento no lo advertí, mojados como tenía los pies e ilusionado con la idea de encontrar yo también algún nido. Pero al poco rato parecíame caminar por una plancha de hierro calentada al fuego. Corría unos metros y me detenía para abrir rápidamente un hoyo en la arena hasta encontrar humedad e introducir en él mis dolorosas plantas. En esa forma, conseguí encontrar dos nidos, que habían de ser los primeros y los últimos y así, parándome a cada corridita que daba, regresé a la canoa. Nunca hubiera salido de ella, porque las quemaduras y los ampo– llones que me aparecieron en los pies me mortificaron no poco durante todo el día. Todos mis acompañantes, acostumbrados a 56

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz