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Durante la noche no hubo más alarma; el tigre no hizo acto de presencia, o tal vez, se asomara a ver lo que pasaba y, al contemplar el cadáver de su hermano el caimán, asándose al fuego lento, juzgó más conveniente no gastar bromas con nosotros. PERSIGUIENDO A LAS TORTUGAS A la madrugada, lo primero que hago es celebrar la santa Misa; mi altar el de casi siempre, las dos consabidas maletas, la una de soporte, la otra de mesa; tres palos hundidos en la arena para sostener el crucifijo y las \'clas. El público oyente lo componen mi monagui– llo, Matías, y el señor Lucho, amén de una banda de loras que voló primero sobre nuestras cabezas y acto seguido se sentaron curiosonas en los árboles \'ecinos. Por cierto, charlaban sin respeto alguno, como los niños mal educados en la iglesia. Qui zá también algún pececillo que otro estuviera observando la sagrada ceremonia a través del cristal de las aguas. Esto no me consta. Los dos indios del Zancu– do eran los que no se daban cuenta de nada, enfrascados como esta– ban en las faenas culinarias y en curar la carne de lagarto que habían de llevar a sus casas. Para cuando terminé la Misa, ya estaban listos los desayunos para todos; total nada: los restos de la noche, arroz recocido, aves en profusión, más un trozo enorme de lagarto asado, no diré a la parrilla, porque no la teníamos, pero lo que debe ser lo mismo, a las brasas. Al catar este desconocido manjar, todo lo desprecié por él, y me quedé comiendo lagarto en un buen rato hasta saciarme plenamente. (Había que aprovisionar el estómago para todo el día). A la verdad que estaba sabroso. Cuando quiera se puede pasar un buen rato comiendo lagarto; y más, creo que no tiene que envidiar a ninguna carne ni a ningún pescado, con la ventaja de que sabe a ambos. Terminado nuestro ágape matutino, emprendimos la surcada. También este día había de traernos agradables sorpresas. Había mermado el río notablemente aquella noche, y en las pequeñas pla– yas que a ambas riberas iban apareciendo, las charapas habían depc.si – tado los huevos. Es admirable el ingenio de que les ha dotado la naturaleza para ocultar su rcsoro a las pesquisas de los cazadores. Cavan un hoyo en la arena a unos veinte o treinta centímetros de profundidad y en él depositan los huevos muy ordenadamente en forma circular, unos encima de otros. El número de huevos de cada 55
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