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y cuando cenamos, ya oscuro, en medio de la algarabía de las mil criaturas de Dios que se agitan en la selva, hemos oído el imponente rugido del tigre. Sin duda que nos ha olido, o tal vez ha llegado a vernos y anda merodeando muy cerca de nosotros. ¿será el tigre ro– jo?: nos preguntamos. ¿será el veteado? ¿o el negro que traidora– mente acomete al hombre? Por mucho que lanzamos los haces de luz de nuestras linternas en dirección de donde salió el rugido, nada vemos, sino la red espesa de árboles y maleza del monte a pocos metros de nosotros. Pero no, -nos decimos, queriendo desechar toda idea de miedo-, ni el tigre negro se atrevería a atacar a cinco hombres; además si nos ha olido a nosotros, también habrá olido a pólvora. Conque, a dormir se ha dicho. Todos se dirigen a sus respec– tivas hamacas. Yo no me acuesto todavía; prefiero pasear, disfrutan– do alternativamente del agua del río que lame la playa - estoy des– calzo - y de la esponjosa arena, que es un placer delicioso y muy particular, cuando los pies están recocidos como los míos. En una mano empuño la escopeta, en la otra sostengo el rosario y con él voy rezando el oficio de los hernamos legos. Cuando termino, me percato que ninguno de mis acompañantes duerme, por lo que rezamos el santo rosario, ellos desde sus hamacas, yo continuando mi paseo; para templar más el espíritu intercalo un Ave María canta– da en cada misterio, y al final cantamos a pleno pulmón el "Madre mía que estás en los cielos" . Si alguno quiere rezar con verdadero fervor, que se haga misionero y venga a pasar una noche en plena selva... iQué cerca se siente a Dios en medio de estas soledades inmensas, imponentes! ... iY cómo realmente parece el mundo el gran templo de Dios en el que toda la naturaleza se conmueve para adorarle y cantar sus glorias! .. . Casi me parecía estar en una iglesia con· las lámparas de las estrellas encendidas, a una conmigo todas las criaturas de la selva, hasta el río, hasta el tigre. Acabado el santo rosario, tiéndome perezosamente en la hamaca, así como estoy, cobijado en el manto estrellado de la noche, lista a mi vera la escopeta y dispuesto para cualquier evento. Pasó algún tiempo; el sueño vagaba a mi derredor; sentía ya el roce de sus alas, y estaba a punto de posarse sobre mi fatigada frente , cuando Ignacio se me acerca y dice a media voz: "Padresito, caimanes". "¿Qué?", le contesto en estado semiinconsciente. "Caimanes". "¿Dónde?". "Aquí, Padrecito, en la orilla del río". "¿Pero qué va a ser esto? -replico- : Tigre a un lado, caimanes por otro. ¿Acaso preparan un asalto concertado por tierra y agua?". Ya había saltado de mi 52 ,

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