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nuestras fuerzas; el señor Lucho con el remo de popero y Matías y servidor con las tahonas de afilada punta, clavándolas, ora en el fangoso suelo, ora en las ramas salientes de los árboles, y apoyando sobre ellas todo el peso de nuestros cuerpos. Para el muchacho, criado en ello, resultaba fácil la tarea; pero para mí era el ejercicio gimnástico de más difícil realización; de pie en medio de la canoa, unas veces se me resbalaba la tahona de la rama en que creía estar bien apoyada, empujando por tanto en falso; otras, dábale demasiado impulso, deslizándose entonces la canoa con mayor rapidez de lo que yo esperaba y con el consiguiente desequilibrio de mi cuerpo, que a cada momento corría el riesgo de darse una especta– cular zambullida en las revueltas aguas. Pero nada de esto sucedió, y no sucedió porque Dios no lo quiso. Tan sólo llegué a provocar con mis fantásticas cabriolas y mis aparatosas caídas en medio de las ollas y demás bagaje que llevábamos, la hilaridad de mis dos acompañan– tes, que encontraban con esto muy divertido el viaje. De esta manera bogamos unas dos horas, y, como el sol, después de un fuerte aguacero que nos caló deliciosamente hasta los huesos, comenzó a quemar con excesiva violencia, dispuse dar por terminada nuestra primera jornada, y así atracamos en el primer rancho que encontramos al paso, el rancho del señor Vázquez, cuyos hijos están internados en nuestra residencia de Nuevo Rocafuerte. Una pequeña parte tan sólo habíamos avanzado del largo itinera– rio que nos habíamos propuesto para el día; pero me vi contento. La Divina Providencia se encarga muchas veces de corregir nuestros proyectos y cambiar nuestros planes. Mirando a su mayor gloria y también, icuántas veces! a nuestra propia conveniencia, sobre todo cuando tratamos de servirle y en sus manos nos dejamos. Así pensé y así me sucedió. ¿cómo en efecto, sin ese percance, hubiera tenido esa buena familia los consuelos de la Religión? ¿Quién hubiera cura– do a la mujercita de casa, enferma, que ya quería morirse y que con unas pastillas milagrosas, propinadas por el Padrecito, se vio a la mañana siguiertte sana y salva de su enfermedad? Y, finalmente, ¿cómo aquella noche hubiéramos podido nosotros comer gallina, si no llevábamos mas que puro arroz? Todo esto previó la Divina Providencia y, siempre buena, dispuso las cosas como convenía. Junto a la casa de los Vázquez está emplazada una pequeña guarnición, la de Cocaya, cuyos soldados se disputaron con ellos el honor de hospedar al misionero. Para complacer a entrambas partes determiné rezar el rosario y cenar con los civiles y decir la Misa 46

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