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Obedeciendo al deseo, que para mí es un mandato, de nuestro Rvdmo. Padre Prefecto Apostólico, Mons. Miguel de Arruazu, hago la siguiente relación de la correría apostólíca que realicé por orden suya durante los dos últimos meses del pasado año por los extremos norte y noroeste de nuestra Prefectura. Ojalá que esta relación sea de su agrado y le proporcione algunos datos interesantes para el mejor conocimiento ·de esta porción de la viña del Señor que el cielo le ha encomendado. Acompañado de un guía, gran conocedor de los lugares que trataba de visitar, mecánico de afición y cocinero por añadidura, y de un muchachito de nuestro internado, de 15 años, en calidad de monaguillo y puntero de la canoa, partí de nuestra única residencia, Nuevo Rocafuerte, con rumbo al río Aguarico, un tormentoso día del mes de noviembre del pasado año 1954. Nuestra frágil canoa, impulsada a la vez por dos vigorosas fuerzas, el motor y la corriente del Napo, a la sazón en franca crecida, volaba sobre la inquieta superficie de las aguas, y en dos horas alcanzábamos la guarnición peruana de Pantoja, donde desemboca turbulento el gran río Aguarico. Este río, menos magnífico y espectacular que el Napo, le supera, sin embargo, en caudal; sus aguas son más limpias y sus peces más abundantes. El Napo óene una anchura variable entre los seiscientos y mil doscientos metros, mientras el Aguarico oscila en los seiscientos, si bien, en algunos lugares es sumamente anchuroso, semejando un inmenso y dilatadísimo lago. Hacia él enfilamos la proa de nuestra embarcación, y, dejando a nuestra derecha Pantoja, no ha mucho posesión ecuatoriana, pene– tramos en las aguas del gran río de las boas y de los caimanes. No haría diez minutos . que lo surcábamos, cuando el motor rompió en estridencias alarmantes y, al fin, paróse definitivamente sin que hubiera modo de ponerlo en marcha, por más empeño que pusimos en ello. ¿Qué hacer? Empuñamos sin vacilación los remos y ganamos la orilla lo antes posible, sin que por ello hubiéramos evitado retro– ceder unos centenares de metros, arrastrados por la impetuosa co– rriente. De nuevo el señor Lucho, que así se llamaba el guía, trató de hacer funcionar el motor; pero todo fue en vano, por lo que el monaguillo, Matías, echando pie a tierra, cortó en un santiamén dos tahonas (varas larguísimas de guadúa o caña), y sin pérdida de tiempo, bien pegaditos a la orilla, nos pusimos a bogar con todas 45

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