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de un fraile espal'iol que, sin saber secoya, pretende ensel'iar una cul– tura incomprensible a nil'ios indígenas que no le entienden. Ahora nos parece la batalla contra los molinos de viento. Pero en el año 1955 el Prefecto aseguraba en su relación anual : "Estamos plenamen– te convencidos que la única labor efectiva es la de los internados indígenas y catecumenados. Cada estación misional debe tener un internado para nil'ios y nil'ias y un catecumenado para adultos que se presten a una formación niligíosa esmerada. Estando los habitantes tan dispersos y dado el interés que manifiestan los padres de familia por educar a sus hijos, se conseguirá así indecible fruto espiritual" (51). La presencia de la escuela-internado en Cuyabeno no estuvo exenta de conflictos entre las·dos misiones. Algunas reacciones ante todo ello pueden observarse en los indígenas, tal como se recoge en la Crónica. Muchos aí'los después, uno de los primeros alumnos de la escuela capuchina en Cuyabeno evoca así aquellos días: "Los evangélicos nos decían que de tomar mucho yagé se envenena el cerebro y muere. De tomar yagé continuamente se envejece pronto, decían. Todo eso para ellos eran obras del diablo, por eso no debíamos curar tomando yagé, porque así usábamos artes diabólicas. Llamábamos al diablo entre nosotros. En cambio el capuchino decía: dejen que les cure Fernando (el hechicero), él sabe. Yo era joven y estaba confundido, ¿cómo es que todos quieren salvarnos la vida y pelean entre sí? No podíamos distinguir quién decía la verdad y cuál afirmaba lo que no era cierto. No nos dábamos cuenta. Yo no veía bien la diferencia entre las religíones. Yo era propiamente Secoya, podía escuchar a todos sin contagíarme. Claro, nosotros no éramos seguidores de nin– guna de las dos religíones que disputaban: evangélicos y católicos. Eramos inocentes" (52). Para los misioneros era un .pulso continuo. Pero además de estas inconveniencias, la residencia estuvo muy pronto en el aire por otro motivo: los PP. Carmelitas de Sucumbías reclamaban esa zona como parte de su territorio misional. Les acompañaba la razón, ya que Cuyabeno aparecía integrando al Cantón Sucumbías (53). Esto fue suficiente para suprimir esa presencia. Antes y después de esa corta estancia, la atención misionera por el Aguarico y sus afluentes fue siempre hecha al paso. Quizá el misio– nero que con más regularidad mantuvo esos contactos fue Alejandro Labaca, más tarde primer obispo del Vicariato. H

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