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Encendimos una fogata, con la ilusión de ahuyentar por la noche a los posibles tigres que verían invadido su territorio habitual y po– drían reclamarlo con todo derecho. Habíamos oído tantas veces que el fuego aleja al puma... Pero, habría que haber aclarado previamente si el fuego era el de una triste hoguera o el de una buena carabina. Y, por si acaso nos fallaba el fuego, nos pertrechamos de un buen garrote que colocamos al lado de la hamaca. Y así, contemplando las estrellas, encomendándonos al Señor y agradeciéndole por la buena estrella que habíamos tenido en nuestro encuentro con los hermanos teetetes, nos acostamos en las hamacas, esperando que el sueño cerrara nuestros ojos y descansara nuestros cuerpos. Cualquier ruido era una novedad extraña, metidos en medio de aquel agujero, lleno de sombras impenetrables alrededor. Sólo, arriba, brillaban las estrellas. Y ojalá que toda la noche las pudiéramos contemplar. Ojalá que ninguna tormenta tropical se desatara violenta– mente sobre nuestras desprovistas cabezas. El fuego también se fue a dormir. Y las tinieblas se hicieron más densas. A lo lejos (¿o cerca?) un sordo rumor gutural parecía vibrar en el aire. -Es el tigre- comentábamos. -Déjalo, con este garrote nos defenderemos, si se acerca. Con frases parecidas nos animábamos mutuamente a segUir cabeceando sobre la hamaca. Y aquella noche larga, muy larga, pasó. Con las primeras luces nos levantamos. Fuimos a la quebrada para despejarnos. Recogimos nuestra "habitación". Y, antes de venir el helicóptero, fuimos a visitar a nuestros amigos. Nos recibieron gozosos de vernos. Nos saludamos como viejos amigos, como si nos conociéramos de muchos años . Ya se habían habituado a la camisa y pantaloneta que les habíamos dejado la víspera. Les gustaba la ropa y querían apropiarse de lo que llevába– mos puesto. La grata visita fue breve. Había que estar esperando al helicóptero. Les dejamos a aquellos buenos hombres, ingenuos y sencillos. Regresamos al campamento. Y quedamos a la espera. El día se hizo largo y pesado. El sol atormentaba nuestras cabe– zas. Los mosquitos nos asediaban implacablemente, como gozándose en carne blanca. No faltaron las piruetas burlonas de monos que jugaban y saltaban por todos los árboles del contorno. Cualquier zumbido de motor por el aire nos hacía pensar y ver al helicóptero que llegaba. Pero, la tarde sí que llegó. Y, con eso, pasó el primer día y llegó la segunda noche, sin fuego y con sueño. 195

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