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La confianza se adueñó del ambiente. Uno de ellos constante– mente me cogía los pelos de los brazos y pronunciaba extrañezas. El otro, el más joven, se entretuvo con José Manuel, que vestía de hábito blanco. Le palpó de arriba a abajo, mientras le soplaba, reci– tando palabras incomprensibles. Y los Jos, uno entretenido con mi pelo y el otro, extrañado, sin duda, por la indumentaria de José Ma– nuel, recitaban a la vez una salmodia monútona y alargada. El miedo se había ido. Y nosotros estábamos agradecidos a aquellas muestras de confianza o de no agresividad, al menos. Al" fondo de la choza, atado a un palo grueso, daba vueltas, como perro casero, un sajino enorme, que mostraba unos colmillos sober– bios y se unía, con sus gruñidos, al recitado de sus amos. Una viejita, renqueante y apoyada en un palo, se dejó ver en la penumbra de la choza. Llegaban las primeras sombras de la noche. Quería tomar alguna foto. Y, poco a poco, logré que se colocaran frente a la poca luz del sol que se filtraba por la floresta. No mostraron ningún recelo y hasta les gustaba el invento, puesto que pronto aprendieron a acompañar, con chasquidos de su lengua, el ruido del disparo de la máquina fotográfica. Nos despedimos de ellos. Y tomamos el sendero de regreso a "nuestro hogar" en la selva. Un hombre, el más joven, siguió nuestros pasos un buen rato, canturreando no sé qué letanías extra1ias. De vez en cuando, volvíamos la vista con curiosidad. El nos seguía sin pesta– ñear y al compás de su canto. De pronto, en la cumbre de una ligera subida del camino, cortó bruscamente el canto, nos dio la espalda y volvió hacia su casa. ENCERRADOS EN LA SELVA Después de media hora de camino, llegamos al helipuerto: un desmonte hecho en medio de una frondosa e inhóspita vege– tación. Nos dedicamos a preparar nuestro alojamiento. En los restos de un campamento de los trabajadores de la compañía, tendimos las hamacas en los palos que a ellos les habían servido para plantar la tienda de campaña, dispuestos a pasar la noche a cielo abierto. Con la pequeña navaja, abrimos una lata de sardinas, que entraron fácil– mente acompañadas de galletas de sal. 194

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