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Los pilotos habían transportado al helipuerto más prox1mo a algunos personeros de la compañía y, pertrechados de armas, habían llegado hasta la misma choza donde vivían. Tales noticias me ilusionaron. ¿Por qué no intentar un acerca– miento pacífico? Rogué al piloto que nos trasportara hasta el lugar conocido. Comuniqué la buena noticia a monseñor Alejandro Labaca, prefecto apostólico, que me animó. Hablé con el padre José Manuel Astráin, siempre dispuesto para esta clase de proyectos, que aceptó gustoso. Estaba volando de copiloto en la compañía TAO, aprendien– do las rutas orientales sobre la selva, después del curso de pilotaje realizado en Guayaquil. A los pocos días, el piloto se presentó en Coca, decidido a llevarme a Santa Cecilia, campamento central de la Texaco. Desde allí, en cualquier momento, podría llevarnos hasta los teetetes. Comuniqué por radio a José Manuel, que llegó inmediatamente a encontrarse conmigo en Santa Cecilia. Sin tiempo para pensarlo dos veces, nos aprovisionamos de dos hamacas, una pequeña navaja, maletero con lo necesario para celebrar la misa. Y de las bodegas de la compañía, tomamos unas latas de sardinas y de atún, fósforos, linterna. Y inada más! El plan era: llegar, visitar a los teetetes, pasar la noche y regresar al siguiente día. ¿Para qué llevar más provisiones? Unos rosarios, unas medallas, unos espejos que en Puerto Asís nos habían regalado las monjitas serían los objetos clásicos para regalar a nuestros amigos. El día 2 de marzo de 1966, a las 4,30 de la tarde, salíamos de la base de Santa Cecilia, volando en helicóptero. El viaje duró alrede– dor de media hora. Primero, siguiendo la margen izquierda del río Aguarico, para orientarse lo mejor posible. La selva ofrece constantes despistes. Luego, abandonando la orilla, se internó sobrevolando la selva, dirección este. A los diez minutos, el piloto nos avisa: "Ahí están". Por la rapidez del vuelo, nada pudimos ver. Repitió la manio– bra, hasta ver, mezclado de vegetación, el techo parduzco de la casa construida de palma. Y el helipuerto, en seguida. Un agujero en medio de paredes de enormes árboles y vegetación enmarañada. La selva nos recibió agitada por los bandazos de la hélice del aparato. Y, sin apagar motores, descendimos con nuestro ligero equipaje, decididos a cualquier cosa y con el corazón en un puño. La última recomendación que hicimos a gritos al piloto fue que viniera, sin falta, a la mañana siguiente. Así lo prometió. 192

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