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rezo. Previa una pequeña explicación, captada por sólo algunos de los presentes, hice pausadamente la señal de la cruz y entoné el avemaría. En la penumbra de aquella capilla improvisada centellea– ban los ojos de los indios que fiscalizaban hasta nuestros más insigni– ficantes movimientos. Quedé sorprendido y gratamente impresionado al oír que una mujer contestaba al rezo con toda claridad y perfec– ción. Había sido educada en un internado misional, donde hizo la Primera Comunión y aprendió las oraciones. Era admirable cómo todas las personas mayores, siguiendo mis indicaciones, signaban a su manera sus boca, frente y pecho con la señal de la cruz. Intenté cantar con ellos el avemaría, pero yo era mal maestro o ellos no eran buenos discípulos. Por más que me esforcé nada conseguí. Me miraban como extasiados, parece que entendían mis explicaciones, gesticulaban con los labios, pero los sonidos que emitían eran desentonados y desagradables. Me ocurrió decirles que cantaban bien, y fue peor, porque entonces cada cual berreaba como le parecía, sin tener en cuenta a los demás. Podrían ser las 9 de la noche como las 2 de la madrugada. Por lo visto, aliado de los cánticos, de mis explicaciones y, sobre todo, de los cigarrillos y caramelos, el tiempo carecía de sentido para ellos. Era muy tarde y nadie se movía para irse a sus casas. Como el herma– no cuerpo acusaba cansancio, me dirigí al Gobernador y le dije: "Fernando; mañana temprano diciendo Misa, cantando y rezando, todo haciendo". A una señal del Gobernador se incorporaron todos y se despidie– ron, prometiendo volver al día siguiente para oír la santa Misa. Un minuto después unos 30 bultos negros avanzaban lentamente por estrechos senderos que se perdían en la selva. DESCANSAMOS, PERO DORMIMOS POCO Qué felicidad y qué placer al quedar solos, cubiertos por el mos– quitero para escapar de las picaduras de los zancudos, que zumbaban airados al no poder hacer presa en la carne fresca de las nuevas víctimas. Pero qué verdad es que no hay dicha completa en este mundo. Para mal de nuestros pecados cada media hora nos despertaban las ratas que correteaban por el piso y los gemidos de los perros que lloraban como niños debajo de la casa. 115
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