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ayudadas por sus maridos o hijos mayores, amasan la yuca cocida con las que preparan sus tortas de cazabe, que les sirve en lugar de pan, y sabe a gloria acompañado de carne o de pescado asados. Colgando de las vigas que sostienen la paja de la cubierta, una ca– nasta india llena de trapos y de otras cosillas, sin mayor valor. Dos ralladores de lata y utensilios de cocina, en completo desorden , sobre un aparador de caña. Varios papeles, pegados en serie en la única pared, revelaban los grandes adelantos del heredero de la casa, el discípulo más eventajado de todos los que preparaban los gringos. El autor, percatado sin duda de la imperfección y escaso valor de sus obras, estampó una leyenda al pie de cada dibujo : Un pollo, una vaca, un perro, una piña. Gracias a este rasgo de humildad y honor profesional pudimos adivinar la intención que tuvo el pintor al emborronar los papeles. Los dueños de la casa, al ir a dormir en casa de la gringa, cargaban con sus bienes restantes, ollas, escopetas, redes, machetes, mosquite– ro familiar y la ropa de que disponían, aparte de la que llevaban puesta. Con nosotros quedaban tres gallinas y cinco perros, cuatro de ellos enfermos. Dios quiso que al día siguiente de nuestra llegada mu– rieran aquellos molestos animalitos, que con sus continuos y pene– trantes quejidos no nos dejaron dormir ni un solo momento. DE LAS TINIEBLAS SALE UN RAYO DE LUZ Uno tras otro, como fantasmas misteriosos, brotan de la densidad de la selva las siluetas de los indios que con timidez acudían a nuestra invitación . Al llegar saludaban, como de costumbre, chocando las palmas de sus manos con las nuestras y, sin articular una sola palabra, se retiraban. a un lado los hombres y las mujeres al otro. Pronto se animan entre sí, y charlan y se ríen ; los niños gateando se nos acercan , nos miran con atención, se dan media vuelta y corren al lado de sus madres, para contarles sin duda las novedades que han sorpren– dido en nuestras fisonomías. Los últimos que se sentaron en el suelo, como todos los demás, fueron el Gobernador y su familia. Por lo visto la luna lo ignoraba, de lo contrario se hubiera sentido feliz de poder regalarnos sus fluorescentes tentáculos para iluminar aquel cuadro emocionante. Los indios, que con razón esperaban algo nuevo, suspendieron de repente sus animadas conversaciones. Era la señal para comenzar el 114

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