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¡ Pobn· corazón del hombre! ... ¿Quién podrá sanar– te? ... Mas vea usted, carísimo hermano mío, lo que suele acaecer. Un día, cuando más vacío sentimos el corazón, viene a llamar a su puerta un extraño peregrino. Blan– co, con blancor de luna, brilla en la oscura noche. Sus ojos centellean con inusitada dulzura, mientras deja es– capar de ellos algunas lágrimas. En sus pies y manos trae sendas heridas, .que parecen rosas de sangre. Su costado, rasgado por abertura de lanza, deja ver un Co– razón ardiendo en llamas. En su ancha y blanca fren– te ostenta cicatrices de espinas. Su blonda cabellera aparece empapada en la escarcha de la noche. Rendido de fatiga llega a los umbrales de nuestro corazón y, gol· peando lu puerta con su mano herida, llama con voz dul– císima: « ¡ Abreme! ... Soy tu Rey, tu Dueño, tu Dios.. . Vengo a traerte el amor, el consuelo, la paz, el desean· so que necesitas y que en vano buscas en el mundo.. . ¡Dame, hijo rnío, tu corazón!... » No deje usted de escuchar las voces de este Rey pe– regrino y de abrirle de par en par las puertas de su corazón. No sea de los que se estremecen al ver sus he· ridas y no quieren darle albergue por no compartir con El sus penas y dolores. Por eso, siguen con el corazón desolado, vacío, desierto. Le repito: entregue ~u corazón a este Rey peregri– no si quiere encontrar su paz y descanso. Y si por las rudas bntallas de la vida lo tiene lleno de polvo y heridas. con santa humildad repítale estos versos: ¡Toma mi co1·azón! Puro, inocente, vaso de gracia de tu dulce frente, cuando nac1, Sefior, Tú me lo diste. -99-

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