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¡Pobre corazón del hombre! Nacido para amar, as– pira al bien y a la belleza; y, sin embargo, para saciar sus ansias no busca, a veces, sino los efímeros bienes y bellezas del mundo, con lo que queda perdido en el fango de la tierra, que lo corrompe y lo deja desola– do y triste, desfalleciendo de pena, de hambre y ne– cesidad. ¡Pobre corazón del hombre!... Abre su puerta de par en par, esperando a los que vengan a traerle la paz y felicidad que ansía. Viene la gloria, y al ver su brillo late apresuradamen– te y le da franca entrada, creyendo llenar con ella su vacio. Mas luego que toma en ~1 asiento se da cuenta, con pena, de lo efímera que es para llenar sus deseos. Viene la fortuna y sonríe al divisarla, pensando en que al llegar con sus bienes le proporcionará el apete– cido descanso. Pero abrazado con ella advierte, desalen– tado, que esos bienes son muy pequeños para sus in– mensas e inmortales ansias. Viene el placer y salta de gozo con sólo presentir st.Í llegada y lo recibe cantando de emoción. Pero apenas acerca a él sus ardientes labios siente una amargura tan honda que no le deja reposar. Viene, en fin, el amor humano y se ensancha en gran manera, para darle la mayor cabida posible, pensando que, con su presencia, no tendrá más que desear; que, con sus dulces flechas, se sentirá sabrosamente herido, anegado en un mar de deleites sin nombre. Pero des– pués de dejarse adormecer por sus encantos, tal vez se aperciba que ha albergado en su más profundo cen– tro una serpiente que allí enroscada vierte su veneno y lo ahoga, haciéndole pasar por agonías de muerte. -98-

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