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no es más que una casa abierta a cualquier viajero que llegue para robar su tesoro. La historia de estos ·corazones puede usted verla re– presentada en este poema de Rabindranath Tagore: «Entraron en mi casa con el alba, dictendo : Cabre– mos en el cuarto más pequeño. Decían: Te ayudaremos en el culto de tu Dios, y nuestra humildad tendrá de sobra con la parte de gracia que le toque. Y se sen– taron en un rincón y estaban quietos y sumisos. Pero. en la oscuridad de la noche, sentí que forzaban la puerta de mi santuario, fuertes e iracundos; que se llevaban, con codicia impía, las ofrendas del altar de Dios.» Esto es lo que pasa a muchos hombres. Los afectos de los bienes de este mundo entran silenciosos en su corazón, contentándose, en un principio, al parecer. con quedar en cualquier rinconcito. Acaso le hagan creer al hombre que le van a poner en camino de su felicidad y hasta que serán medio para mejor ser– vir a Dios. El hombre, ciego por el amor de esos bie-– nes, se abraza con ellos, y con este abrazo, el cora– zón se entrega al más dulce sueño. Mas cuando des– pi,erta, nota, decepcionado, QU!e le han robado «las ofrendas del altar de Dios», es decir, la gracia, la di– vina caridad y hasta las virtudes que ·la acompañan, las santas aspiraciones, los nobles deseos, y queda vacío como una casa saqueada en la noche, con lo que se cumple lo que lamenta el poeta : En un cielo de plomo el sol ya muerto; ¡y en nuestros desgarrados corazones, el desierto, el desierto... y el desierto! (M. l. ÜTHÓN.) -97-
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