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los demás vivientes por sus funciones, si un instinto ciego es el que los guía'? No sucede así con el hombre: cuando ama y sirve a Dios, cuando cumple su ley santa, cuando se pone de rodillas y eleva al cielo sus oraciones, Dios le mira compladdo para llenarle de bendición. Como usted ve, mi querido amigo, si Dios respeta nuestra libertad, nosotros no hemos de abusar de ella para infringir su Ley. Tenemos el poder de quebrantar sus m:nulamientos, pero no el derecho. Somos libres, pero no independientes. Nuestro libre albedrío, con to– das nu<·stras facultades, debemos rendirlo a la santa voluntad de Aquel a quien sirven todas las criaturas. En esto debe cimentarse nuestra perfección de hom– bres, pues obedeciendo a Dios, nos libertamos de la tiranía dl'l pecado para remontarnos a las cumbres de la virtud. Servir a Dios es reinar; inclinarse ante El para adornrle es engrandecerse, según lo dice el poeta: «Nunt:;l t·s tan grande el homUre que de ¡·odillus.» Lo contr·ario hace el que, abusando de su libertad, se entrega :11 pecado. Entonces se envilece, queda he– cho ESClavo de sus pasiones: La libertad de pecar no es sino una imperfección, .un· decaimiento. Cierto que esta libertad de pecar nos ex– plica claramente lo que es esta facultad ; pero también la enfermedad nos da indicio de la vida, aunque ella no es su ideal, sino su desequilibrio. El hombre vicioso se halla sometido, voluntariamente. a la más humillan– te servidumbre. El avaro, como el lujurioso, no son -89-

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