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al cual hay que guiar y, a. veces, castigar con mano dura, porque nos puede apartar del recto camino. Tenga presente lo que hace el asno: se va tras las malas hierbas, y, siguiendo su instinto, se empeña eJ;} pacer cuando tiene que trabajar, y a veces no se puede vencer su terquedad sino a fuerza de palos. Así nues– tro cuerpo, cuando se inclina al placer prohibido, hay que domarlo, sujetándolo con la mortificación cristiana. Sin esta sujeción de nuestro cuerpo a la ley del es– píritu nos conducirá al abismo. La renuncia .al goce desordenado no es sólo una ley evangélica, sino muy razonable. Sin ella no puede haber en nosotros el equi– librio propio del hombre de bien. · Así lo reconoce Goethe cuando hace hablar a Fausto: «¡Renuncia! ¡Es preciso que renuncies! He aquí la cantilena eterna que zumba en todos Jos ofdos y que rlurante nuestra existencia nos repite cada hora con su voz bronca.» Mas cuando perdido el concepto cristiano de ·nuestro cuerpo, en vez de la r enuncia al goce ilícito, se da rienrla suelta a las pasiones, viene el desorden y a veces la ruina orgánica y económica. Vea usted ese glotón que cifra toda su dicha en el disfrute de una mesa opípara. Mire aquel otro que pasa las horas en el bar o en el cabaret bebiendo hasta que su rostro se enciende, le llamean los ojos y todo el cuer– po le tambalea. Observe el rle más allá, que se cree feliz saciando los deseos de lujuria en el cine o teatro inmoral, en las lecturas pornográficas, en las casas de placer hasta quedar su cuerpo agotado por el ex– cesó en el goce. Esto no es vivir con dignidad, ni es cuidar el cuerpo, -64-

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